¡Pasajeros al tren!


Cuando el pasado mes de mayo leí en La Verdad el artículo del ingeniero José Tomás Gómez López sobre La necesaria conexión ferroviaria para la comarca del Noroeste de la Región de Murcia y localidades limítrofes, me vino a la memoria la conmovedora historia de Kana Harada, una adolescente japonesa que tuvo el apoyo de toda una sociedad para que pudiera seguir estudiando. En una crónica que ella misma escribió, agradeció a su país haber evitado el cierre de la estación de su pueblo, describiendo con nostalgia y ternura que durante tres años subió sola al tren desde Kyu-Shirataki, en el norte helado de Hokkaido. Su parada no aparecía en los mapas turísticos. No había multitudes ni anuncios. Sólo el silbido del viento, el crujir de la nieve bajo los zapatos; y la esperanza de llegar un poco más lejos cada día. Cuando anunciaron que cerrarían la estación por falta de pasajeros, creyó que su camino se detendría. Pero Japón decidió algo diferente: ¡Mantendrían la estación abierta sólo para ella, hasta que se graduara! Cada mañana, el tren paraba para una única persona. Cada tarde, la llevaba de regreso. No por eficiencia, no por ganancias. Por respeto a un sueño: el de terminar la escuela. No era especial. No era famosa. Sólo era una estudiante a quien una comunidad —y un país entero— le enseñó que el compromiso no siempre necesita multitudes para ser verdadero. Cuando el mundo mide el valor por números, aquella adolescente aprendería que a veces basta un solo pasajero para que toda una estación siga latiendo.

La historia de Kana, sobre la soledad del pasajero, nos resulta familiar a muchos de los que llegamos a utilizar la estación de Calasparra. Yo mismo, a mediados de los años ochenta, en un permiso durante el servicio militar, me trasladé en barco desde Palma a Valencia; de la capital levantina, en autobús hasta Murcia; y desde la estación del Carmen a la de Calasparra, en un tren correo que me dejó a mí solo en un andén vacío de pasajeros y de personal ferroviario. Sin teléfono para poder avisar que fueran a recogerme, tuve que recorrer a pie, en la oscuridad de la noche y con el petate al hombro, los dos kilómetros que había hasta mi casa. Pero el tren cumplió con su cometido: llevar, en plena festividad de Navidad, a un joven soldado junto a su madre, que había enviudado hacía poco tiempo.

Una vez cerrada la estación, durante los últimos años solo nos ha quedado recordarla con resignada nostalgia. Pero, a la estela del emotivo razonamiento y de la fundamentación legal que formula José Tomás sobre la Obligación de Servicio Público, quizá ha llegado el momento de aunar esfuerzos y seguir el ejemplo del país asiático que, respetando la necesidad de una sola estudiante, mantuvo abierta la estación de su pueblo a pesar de la falta de rentabilidad económica de aquella vía ferroviaria.

Somos muchos quienes, mirando al futuro, apostamos con firmeza por la reapertura de una estación que pertenece a la Comarca del Noroeste y a varios pueblos de provincias limítrofes. Y todos, al margen de tendencias políticas, queremos recuperar el uso ferroviario de nuestra añorada y necesaria estación de Calasparra para que vuelva a latir, permitiendo que nuestros jóvenes, y los que ya no lo somos tanto, podamos desplazarnos en tren hasta Albacete y, desde allí, como afirmó la joven Kana, llegar un poco más lejos cada día.