Relatos


MILAGRO

El Reño no solía contestar al teléfono en sus días de descanso, pero aquel fin de semana, estando en Calasparra, recibió una llamada de una amiga de Mula con quien no hablaba hacía mucho tiempo. Tras saludarse, Ángeles le expuso que tenía un grave problema y le invitó a comer para explicárselo con más detenimiento. Desde que abrió la agencia privada de investigación en Madrid, eran pocas las ocasiones en las que había podido compartir mesa con una mujer, así que aceptó la invitación.

Sentados en la terraza del Casino, Ángeles le explicó que, a finales del año anterior, tras un encuentro de Mujeres Rurales de la Región de Murcia celebrado en el convento de San Francisco, las representantes de las cuatro asociaciones de mujeres del municipio decidieron, con motivo del año jubilar, realizar juntas, a pie, el último trayecto del camino de la Vera Cruz, el que discurre entre Cehegín y Caravaca de la Cruz; un peregrinaje de unos seis kilómetros que días después empezaron a organizar.

Semanas antes, habían participado en una caminata contra la violencia de género que partió desde la plaza del Ayuntamiento hasta la pedanía de El Niño, con un recorrido de cuatro kilómetros. Esta experiencia les sirvió para constatar que podían afrontar la peregrinación propuesta, aunque alguna de ellas tuviera la movilidad reducida. Para implorar auxilio a la Vera Cruz y permitirle cumplir con el voto de llegar a su Basílica, una asociada con una hija parapléjica propuso una ofrenda a la Stma. y Vera Cruz de Caravaca: un collar que transmitía una de las identidades más relevantes de los muleños. Una pieza exclusiva confeccionada por un experto joyero que utilizó mineral rodado de ónix negro para representar las túnicas negras que usan los tamboristas en la noche del martes al miércoles santo, y piedras preciosas de diversos colores que simbolizan las flores que engalanan la ciudad al amanecer como símbolo de haber vencido a las tinieblas. Una joya de 2.000 euros que fue sufragada por todas las peregrinas y que decidieron que fuera custodiada por Ángeles.

Llegado el día, dos autobuses las trasladaron hasta el punto de partida de la vía verde en Cehegín. Ayudando a las que iban en silla de ruedas, recorrieron un camino que, con anterioridad, fue ocupado por la vía del tren que unía Caravaca con la capital. Así, anduvieron sobre puentes del antiguo ferrocarril y hasta atravesaron un largo túnel. El trayecto más complicado fue el de la cuesta por la que se asciende al castillo donde está la basílica. Pero, a pesar del esfuerzo, mereció la pena —concluyó Ángeles.

La alegría de haber alcanzado la meta desapareció al descubrir que el collar se había volatilizado, desaparición que detectó Ángeles poco después de que se hicieran una fotografía en grupo en la escalinata de acceso al templo que alberga la Vera Cruz de Caravaca. —¿Qué hiciste entonces? —se interesó el Reño—. —Nada, me asusté tanto, que no supe cómo reaccionar. Estando en el interior, fue cuando me atreví a revelárselo a las presidentas de las otras asociaciones —contestó su amiga—. —¿Llamaríais a la policía? —Pensamos hacerlo, pero antes decidimos comentar el incidente con el hermano mayor de la Cofradía de la Vera Cruz de Caravaca y el Vicario Episcopal de la Zona Pastoral de Caravaca-Mula que nos estaban esperando.

Durante la comida, Ángeles explicó que ser un año santo influyó en la decisión de no desvelar lo ocurrido, pues podría perjudicar gravemente a la imagen de la Vera Cruz. El detective, que no daba crédito a lo que estaba escuchando y, a la vez, reflexionaba sobre para qué necesitaría la Cruz de Caravaca un collar, habiendo tenido más sentido emplear los 2.000 euros en una obra de caridad, no perdió la compostura y, por deferencia a su amiga, empezó a realizarle una serie de preguntas.

—¿Dónde guardabas el collar?  —En la mochila, dentro de una bolsa de terciopelo negro. —¿Tienes fotografías de aquel día? —Sí, como hay personas que no manejan bien los móviles, confeccionamos un pequeño álbum digital de cada actividad que realizamos. Te he traído los dos últimos.  Esta es la fotografía que nos hicimos en la puerta de la basílica —dijo Ángeles al abrir el primero de los álbumes—. El Reño observó de forma detenida el grupo de personas que aparecía en la imagen, hasta que encontró a su amiga sujetando una silla de ruedas en la que estaba sentada una chica que tendría poco más de veinte años. —Has dicho que os la hicisteis nada más llegar, ¿verdad? —Sí. —¿Y empujaste la silla durante todo el recorrido? —No, relevé a su madre al entrar en el túnel que hay a medio camino.

El Reño siguió ojeando las fotografías, deteniéndose en una en la que aparecía la chica parapléjica delante del altar mayor y bajo una lámpara de estilo araña que lucía en la parte central del presbiterio. Observó un detalle que le llamó la atención. Cerró el álbum y abrió el siguiente, en el que había instantáneas de un grupo más reducido de personas durante un viaje a Los Alcázares en el mes de mayo. De nuevo, se fijó en la chica de la silla de ruedas. Hizo un gesto de asombro que no pasó desapercibido para Ángeles. —¿Qué pasa? —Nada. ¿Te importa si damos un paseo?             Recorriendo las calles de Mula, le preguntó si sospechaba de alguien. —No —fue la respuesta—. Continuó preguntando sobre las peregrinas y finalizó el interrogatorio interesándose por la chica de la silla de ruedas y su familia. El padre había fallecido en el accidente de tráfico en el que ella perdió la movilidad de sus piernas. La madre trabajaba limpiando un par de establecimientos: la joyería donde habían adquirido la joya y una farmacia. El Reño propuso ir hasta esta última. Esbozó una sonrisa al ver el nombre del establecimiento: La Milagrosa. Delante del escaparate, recordó el relevo que hizo Ángeles a la entrada del túnel, los reflejos luminosos de diversos colores que surgían tras la espalda de la joven parapléjica bajo la lámpara de la basílica, la silla de ruedas que sujetaba Ángeles en Caravaca y la silla de ruedas eléctrica en la que estaba sentada la misma chica en Los Alcázares. Y también miró el precio de 2.000 € de una silla idéntica que ocupaba la vitrina de la farmacia-ortopedia La Milagrosa. El caso estaba resuelto. Lo tuvo claro: la Santísima y Vera Cruz de Caravaca había obrado un milagro.

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Milagro

NÍGER

La noticia del asesinato de dos policías franceses supuso un duro mazazo en la División de Cooperación Internacional de la Policía Nacional. Desde hacía cinco años, cuatro policías nacionales españoles y otros cuatro policías galos cooperaban con Níger en la lucha contra la migración irregular; ocho expertos que habían logrado encarcelar a más de ochocientos criminales de la región de Sahel. Por sus conocimientos de criminología y su experiencia en la Unidad Central de Delincuencia Especializada y Violenta, Francisco Hidalgo, el comisario al mando del equipo español en Niamey, recibió la orden de investigar aquel asesinato, una ardua tarea que debería llevarse a cabo sin el conocimiento de los franceses.  

Reunido con su equipo, expuso las pautas a seguir para esclarecer lo sucedido. Tras un lustro de convivencia, ya formaban una pequeña familia junto a sus colegas franceses, conociendo la trayectoria profesional y hasta la vida privada de cada uno de ellos. Y, aunque los sospechosos del crimen pudieran estar vinculados, con casi plena certeza, con las organizaciones criminales que perseguían, el comisario, al que todos conocían como el Reño, decidió iniciar la investigación por el círculo más próximo a los fallecidos, es decir, por los dos gendarmes de la DCIS, la Dirección de Cooperación Internacional de Seguridad francesa, por una razón que consideraba obvia: en las últimas semanas, la relación entre ellos había sido tensa.  

El posible motivo lo sugirió Domingo, un veterano policía de Moratalla que dominaba varios idiomas, como el francés, el ruso y algunas variedades del árabe, que había escuchado a los gendarmes discutir acaloradamente por un asunto personal relacionado con el último viaje a París de uno de ellos. Al parecer, el adjudant-chef Antoine reprochaba a Michel, uno de los fallecidos, haber mantenido, durante su estancia en Francia, una relación sexual con su mujer.

Todo parecía evidente: en una misión que Antoine, Michel y Gérard, el otro fallecido, realizaron el día de los hechos a Agadez, al suroeste de las montañas de Aïr, en el desierto del Sahara, el adjudant-chef, supuestamente, mantuvo una discusión con Michel, su compañero Gérard se interpuso entre ellos y Antoine acabó con la vida de ambos. Demasiado sencillo para el Reño, que, lleno de dudas, solicitó a Madrid informes de los cuatro gendarmes. 

Esperando la documentación solicitada, el comisario ordenó a Domingo entrevistarse con Antoine para intentar sonsacarle algún dato que pudiera ser de interés. El francés estaba abatido, pero, según el moratallero, su actitud era sospechosa. Mientras, el Reño mantendría una breve conversación con Renaud, el cuarto gendarme que, el día del crimen, no fue con sus compañeros a Agadez, sino que acompañó a Domingo al aeropuerto internacional Mano Dayak a recoger a dos miembros de PISCES, el Sistema de Comparación y Evaluación Segura de Identificación Personal.

Fueron pocas las preguntas que le formuló al francés: sobre la disputa generada tras el viaje de Michel a París, de la que afirmó desconocer en absoluto, y por el tiempo que estuvieron esperando en el aeropuerto; tres horas, fue la respuesta. 

Los dosieres no tardaron en llegar al correo electrónico del Reño. Tras leerlos detenidamente, lo único que vinculaba a los fallecidos, además de pertenecer al operativo de control migratorio, era estar investigando en paralelo a la empresa francesa Orano, que tenía el monopolio de la explotación del uranio nigerino. El comisario conocía que Rusia estaba intentando obtener más influencia en la zona, principalmente por sus recursos naturales, como el petróleo, el gas y el uranio, y que la intromisión de Moscú podía perjudicar a los intereses de Francia.

En un informe confidencial, constaba el seguimiento que debían hacer a un ciudadano español, con el alias de Montera, que estaba sirviendo de enlace entre Orano y el Kremlin. Curioso alias para un español —pensó el Reño, que en aquel momento tuvo un presentimiento que le llevó a conversar con Renaud y Antoine. —¿Durante las tres horas de espera en el aeropuerto, estuvisteis juntos Domingo y tú? —le preguntó al primero.

Domingo se ausentó durante más de una hora porque dijo que prefería tomarse algo en Agadez —contestó el francés. —¿Cuánta distancia hay de allí al aeropuerto? —Un par de kilómetros. —¿De dónde venía cuándo encontraste a tus compañeros muertos? —preguntó a Antoine. —Mientras me esperaban dentro del coche, estuve realizando un trámite en 3 STV, una empresa de transportes.  

La corazonada estaba transformándose en una cruda realidad. Pero, para confirmar sus suposiciones, tan solo tenía que realizar una llamada a España, en concreto a Calasparra, el pueblo del que era natural y que se encontraba a tan solo catorce kilómetros de Moratalla. 

—¿Existe en tu pueblo alguna familia apodada Montera? —preguntó a un amigo moratallero que trabajaba en el Ayuntamiento. 

—¡Claro, hombre! La que vive cerca del castillo. Un hijo es policía. 

https://www.culturaldeitania.com/magazine/niger-el-reno-fulgencio-caballero/

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ESTUDIANTES DE VERDUGO

Por el desánimo y decepción que le produjo descubrir que uno de sus mejores compañeros había sido el autor de un asesinato que ellos mismos estaban investigando, Francisco Hidalgo, el Reño, decidió abandonar la Policía Nacional y convertirse en  detective privado. En un despacho del barrio de Chueca, el excomisario atendía casos de seguimiento de personas, de localización de desaparecidos, de infidelidades y de detección de diversos tipos de fraudes, aprovechándose, en ocasiones, de la buena relación que mantenía con la Unidad Central de Delincuencia Especializada y Violenta. Pero ese nexo con la policía era recíproco, ya que, en ocasiones, eran los miembros de la unidad los que requerían su ayuda.  

La infructuosa localización de un asesino en serie se estaba convirtiendo en un auténtico quebradero de cabeza para el actual comisario, quien decidió entrevistarse con su antecesor y solicitarle consejo para un caso iniciado en Murcia, región de la que el Reño era natural.

Con un idéntico modus operandi, el asesino robó un primer vehículo en la pedanía caravaqueña de Barranda; el coche apareció un día después en Yecla, con una persona asesinada en su interior. Allí, sustrajo otro vehículo que se encontró una semana más tarde en Elche, con otro cadáver en el asiento del copiloto. En Alicante, volvió a robar un tercer vehículo que apareció en Almansa con el mismo resultado. Tres muertos en tres provincias distintas: Murcia, Alicante y Albacete.

Y todos asesinados de una misma y peculiar forma: asfixiados con un gorro puntiagudo de plástico de un disfraz de duende, un gorro verde con un ribete rojo que llevaba una cuerda en su interior que había sido utilizada para, una vez introducido por la cabeza hasta el cuello, atarla por debajo de la mandíbula para que las víctimas, que se encontraron maniatadas, no pudieran respirar. 

Tres meses después, no se descartaba que el asesino pudiera seguir con su macabro juego. El Reño se interesó por la información que disponía la policía, y la que más le llamó la atención, además del color pelirrojo del autor, fue que las víctimas habían nacido en 1958.

La misma edad de los fallecidos le hizo intuir que en el pasado coincidieran en el colegio, en el instituto, en la universidad o en el servicio militar, y que los asesinatos tuvieran relación con algún hecho acaecido en una de esas épocas. El comisario le sacó de dudas: los tres cursaron estudios en la Universidad de Murcia a mediados de los años setenta. La universidad y la fecha en la que los tres coincidieron en Murcia se convertían en el punto de partida de las indagaciones que realizaría el detective. 

El Reño telefoneó a una amiga de Barranda que trabajaba en una notaría de Caravaca de la Cruz para quedar a tomar un café al día siguiente. Tras ponerse al corriente de sus trayectorias, no tardaron en iniciar la conversación sobre el tema que le interesaba al detective.

Convencido de que los crímenes se habían cometido en venganza por unos hechos ocurridos hacía más de cincuenta años, le rogó a su amiga que intentara recordar algún trágico suceso en el que hubiera estado involucrado un vecino de la zona. Al margen de algún accidente de tráfico mortal, no le venía a la memoria ningún incidente luctuoso que destacar. Con el afán de ayudar, llamó por teléfono a un par de familiares de Barranda, pero el resultado siguió siendo negativo: absolutamente nada que pudiera haber conmocionado al pueblo en aquella época. 

De camino a Calasparra, el Reño no sabía por dónde continuar hasta que recibió una llamada de su amiga, quien le informó que había recordado que un estudiante de 18 años de Navares, pedanía cercana a Barranda, falleció en un extraño accidente en un Colegio Mayor de Murcia.

El detective no estaba convencido de que aquel dato pudiera servir de mucho. Si el estudiante fallecido tenía 18 años en 1979, es que nació en 1961, cuatro años más tarde que los asesinados. Pero no desestimó la pista y realizó unas consultas en las hemerotecas de los periódicos murcianos de la época. En La Verdad encontró la noticia de una novatada cometida por tres veteranos que terminó con la vida de un alumno recién ingresado en el Colegio Mayor Azarbe.

Las investigaciones determinaron que fue un fallo cardiaco la causa de la muerte mientras gastaban una de las típicas bromas a los nuevos colegiales, un fallecimiento que quedó exento de condena, ya que no se consideró consecuencia directa de la inocentada.  

Todo comenzaba a encajar. Los nacidos en 1958 serían veteranos en 1979, y el nacido en 1961, un novato. El móvil de los crímenes pudiera ser la venganza por aquella muerte. ¿Pero quién era el asesino? ¿Por qué actuó cuando las víctimas cumplirían 65 años? ¿Y por qué provocándoles la asfixia? El semanario El Caso le desveló parte de sus dudas.

Con el pintoresco titular de “Estudiantes de Verdugo” sobre una fotografía de un grupo de jóvenes andando cogidos de la mano y con un capirote sobre la cabeza, que les cubría hasta la nariz, el periodista describía la siniestra novatada a un grupo de estudiantes de Murcia que acabó con la vida de uno de ellos. El Reño identificó la calle de San Antonio, muy cerca del Colegio Mayor Azarbe. Se sorprendió al leer el ritual que obligaban a los novatos a realizar con aquel aspecto frente a la Casa del Duende, una vivienda señorial dotada de una leyenda sobrenatural.

Pero lo que más le impactó fue descubrir que el fallecido, Luis Sandoval Carrasco, acababa de iniciar sus estudios universitarios junto a su hermano gemelo, Antonio. 

El detective llamó a su amiga. —¿Conoces a un tal Antonio Sandoval Carrasco? —le preguntó, sabedor de que, por su larga trayectoria profesional en la notaría, conocía a mucha gente de la zona—. —Sí, claro, es un ganadero, cliente habitual del despacho —contestó—. —¿Dónde vive? —se interesó el Reño—. —En Navares. —¿Y de qué color tiene el pelo? —fue la última pregunta—. —Pelirrojo. 

https://www.culturaldeitania.com/magazine/estudiantes-de-verdugo/