Relato corto: EL REFLEJO

¿Quién no ha pensado alguna vez en cambiar de vida? ¿Quién no ha tenido la sensación de que la vida se le escapa sumido en la monotonía? “El Reño” se enfrenta en esta ocasión a la desaparición de una persona que bien podría haber dado el paso para huir de la rutina. Un caso cuya resolución deja en manos del lector.

“La vida es tan corta y el oficio de vivir tan difícil, que cuando uno empieza a aprenderlo, ya hay que morirse” Joaquín Sabina
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A mi amiga Loli Rosique

EL REFLEJO

Al detective le sorprendió encontrar a su amiga Elvira y a la hija de ésta en la sala de espera de su agencia de investigadores privados. Era viernes por la tarde y en la oficina solo quedaba la secretaria, a la que su jefe indicó que podía marcharse cuando quisiera.
– ¿Qué hacéis por aquí? – preguntó “El Reño”
– Hemos venido para que nos ayudes en un asunto que nos tiene angustiadas – contestó la madre con gesto de preocupación.
– Pasad, pasad a mi despacho por favor, allí estaremos más cómodos.
El despacho de “El Reño” era el típico de los detectives privados de las películas en blanco y negro. Una enorme mesa de madera repleta de carpetas y folios desordenados sujetos por pisapapeles, una antigua máquina de escribir, y ni siquiera faltaba una enorme lupa con el puño de nácar. Era de imaginar que en el primer cajón escondería un revolver. Tras unos breves comentarios sobre cómo iba todo por el pueblo y sobre los estudios de la hija de Elvira en la Complutense, “El Reño” se interesó por el motivo de su visita.
– Contadme. ¿Qué eso que tanto os preocupa?
– Verás, mi hija ha estado de viaje de estudios en París y a su regreso a casa ha descubierto, en una de las miles de fotografías que ha hecho, una enigmática imagen que no nos ha dejado dormir en los últimos días.
“El Reño” frunció el ceño, y dejó que Elvira continuara explicándose.
– Como sabrás mi marido murió hace tres años en extrañas circunstancias.
– Sí, sí, lo recuerdo.
– Bien, pues Celia fotografió en el Barrio Latino el escaparate de una tienda de cuadros y espejos, y ….. – a Elvira le temblaba la voz, y tuvo que ser su hija quien siguiera con la explicación.
– En la fotografía hay un espejo en el que aparece el reflejo de un hombre muy parecido a mi padre, aunque lleva una barba de pocos días y nosotras nunca lo vimos sin afeitar.
– Bueno, pero en el mundo somos miles de millones de personas y los parecidos suelen ser muy habituales – adujo “El Reño”.
– Pero no es solo el rostro de ese hombre el que nos intranquiliza – continuó Celia mientras sacaba la fotografía del bolso -, es la camiseta que lleva puesta, que es exactamente igual a una que tenía mi padre.
El detective cogió la fotografía para examinarla más detenidamente.
– Puede tratarse de una casualidad – afirmó.
Madre e hija negaron con la cabeza, y “El Reño” no entendía el motivo de tanta inquietud hasta que Elvira prosiguió con su explicación.
– Mi marido era un enamorado del arte. Le encantaba la pintura. Nuestra casa es una verdadera pinacoteca. No hay pared que no esté ocupada por un lienzo o una acuarela. Cuando él vivía, todos los meses acudíamos a Madrid o Barcelona para participar en subastas de obras de arte. Y esa afición por la pintura intentó transmitírnosla a nosotras. – Elvira tuvo que hacer un alto para relajarse y poder continuar.
“El Reño” atendía expectante.
– Desde muy pequeña – continuó Celia – mi padre me alentó para que pintara, y yo acudía casi todos los días a un taller de pintura que había en la Corredera, justo al lado del Ayuntamiento. ¿Te acuerdas?
– Perfectamente, se llamaba “Hecho a mano” – contestó el detective.
– Pues fue allí donde pinté, con apenas doce años, el cuadro de una oveja del que mi padre se sintió inmensamente orgulloso, y que colgó en el salón de casa junto a sus mejores adquisiciones. Siempre iba presumiendo de aquel lienzo y de su hija por haberlo pintado.
“El Reño” no intuía todavía adónde querían llegar.
– En uno de los viajes que hicimos a Barcelona – prosiguió Elvira – visitamos el Maremagnum, y en una tienda de reprografía decidí regalarle a Emilio una camiseta con el cuadro de la oveja que había pintado nuestra hija. No hay dos camisetas iguales en todo el mundo.
– ¿Has comprobado si esa camiseta está todavía por casa?
– Sí. He buscado entre todas sus pertenencias. He revuelto cielo y tierra para intentar encontrarla, y esa camiseta ha desaparecido.
“El Reño” cogió la lupa y analizó la imagen del espejo. Recordaba perfectamente a Emilio y aunque era muy suspicaz tenía que reconocer que existía cierto parecido físico con aquel sujeto.
– Hace un par de días – prosiguió Elvira – estuvimos en la policía para explicarles todo lo que te hemos comentado, pero no quieren hacerse cargo del asunto, y por eso hemos decidido contratar tus servicios. Como te hemos dicho, mi hija está estudiando en Madrid y he venido a pasar unos días con ella y aprovechar para pedirte que nos ayudes, por supuesto previo pago de tus honorarios. Sabemos que eres un hombre muy reservado y por eso confiamos en ti. En el pueblo no podemos comentar nada pues pensarían que estamos locas.
– La verdad es que es un tema un tanto extraño, aunque en la agencia estamos acostumbrados a tratar asuntos complejos. Para iniciar un proceso de investigación, debería conocer algunos detalles sobre la muerte de Emilio.
– ¿Qué quieres saber?
– Creo recordar que se veló su cuerpo con el ataúd cerrado.
– Así fue. A Emilio lo asesinaron machacándole la cabeza con un objeto contundente, y luego le prendieron fuego. Lo encontraron carbonizado en el jardín del Malecón, y nos aconsejaron que no viéramos su cadáver. Trasladaron la caja del Instituto Anatómico Forense hasta el tanatorio y en ningún momento vimos lo que había dentro.
– ¿Y se ha averiguado el motivo del asesinato? ¿Han llegado a detener a sus autores?
– No. El caso todavía no está cerrado, pero no nos dan muchas esperanzas de que puedan encontrar a los asesinos.
– ¿Pero Emilio tenía enemigos que fueran capaces de llegar al extremo de asesinarlo?
– No lo sabemos. Posiblemente por su trabajo. Ya sabes. Los abogados en ocasiones se ven involucrados involuntariamente en turbios asuntos. Emilio fue una buena persona, un marido y un padre ejemplar. Nunca entenderemos cómo pudieron llegar a cometer semejante salvajada con él.
“El Reño” seguía observando la fotografía con la lupa, cuando sin levantar la mirada lanzó una pregunta algo delicada.
– ¿Y mujeres?
– ¿Cómo? – preguntó con asombro Elvira.
– Ya sé que esta pregunta es algo incomoda, pero ¿llegaste en alguna ocasión a intuir que Emilio tuviera alguna relación con otra mujer?
– Jamás. Te repito que fue un marido ejemplar. El único episodio que supuso una salida de tono en nuestro matrimonio, fue el que todo el pueblo conoce sobre la escapada que hizo a Cuba con su amigo el farmacéutico.
“El Reño” recordó aquella anécdota, ya que fue de difusión pública y motivo de sorna hasta su muerte. El farmacéutico convenció a Emilio para pasar una semana de desenfreno en Cuba, y ambos explicaron a sus familias y a sus amigos que iban a una montería organizada en un coto de caza de Ciudad Real. En el aeropuerto de “El Altet” dejaron el coche estacionado con las escopetas y los cartuchos en el maletero. En un control rutinario, un perro policía alertó de que posiblemente aquel vehículo ocultara explosivos. Se activó el nivel de alerta ante la posibilidad de una acción terrorista y se ordenó la evacuación del aeropuerto. Mientras los TEDAX abrían el maletero para averiguar el posible objeto sospechoso, la policía llamó a Elvira para constatar que el vehículo era de su propiedad y si tenía constancia de que se encontraba estacionado en aquel aparcamiento. Emilio y su compañero tuvieron que dar muchas explicaciones a sus esposas tras su anticipado regreso del Caribe, donde estuvieron un solo día, pero aquel episodio lejos de provocar una ruptura traumática del matrimonio se convirtió en una mera y anecdótica travesura de cuarentones ávidos de nuevas experiencias. Elvira continuó hablando de Emilio, sobre el tiempo que le absorbía su trabajo como abogado y de lo cansado que estaba de ejercer en una sociedad sustentada en la mentira. Su única válvula de escape era el arte, y sobre todo la pintura. Siempre hablaba de las ganas que tenía de tirar su carrera por la borda y de dedicarse a hacer algo más creativo que le diera más satisfacciones que sus quebraderos de cabeza en el Palacio de Justicia.
– Está bien. – El investigador privado, decidió entonces regresar a los matices del asesinato – Pero ¿identificásteis su cadáver?
– No. Lo hicieron en el Anatómico Forense.
– ¿Y le hicieron alguna prueba de ADN?
– Tampoco. Tenemos el informe de la autopsia, y no hace referencia a ninguna prueba de ADN.
– ¿Y por casualidad no la habréis traído?
Celia extrajo una carpeta de su bolso, y de su interior sacó un expediente que contenía las diligencias previas que se habían remitido al juzgado de instrucción, que incluía el informe de la autopsia de Emilio, donde se identificaba el cadáver de un varón de cuarenta y tres años. El reconocimiento necrópsico hacía referencia a un examen interno y externo, y a ciertas consideraciones médico-legales, pero fue el apartado de los exámenes complementarios el que acaparó la atención del detective privado:
Se encuentra una alianza de oro en el dedo anular de la mano derecha del cadáver, que los familiares del fallecido identifican como suya, al llevar grabada una inscripción con su fecha de matrimonio.
Después de leer aquel informe, volvió a cambiar el rumbo de la conversación, dirigiéndose esta vez a Celia, a la que preguntó si disponía de más fotografías de aquel mismo día.
– Cientos de ellas.
– ¿Y te importaría que les echara un vistazo?
– Por supuesto que no. Si quieres te envío un fichero por correo electrónico con todas las fotografías de aquel día.
– Te lo agradecería. – Aquello fue lo último que les pidió antes de despedirse de ellas, comprometiéndose a intentar esclarecer el enigmático reflejo del espejo.

Al detective privado le gustaba meditar sobre los casos que tenía que resolver escuchando música de fondo. En aquella ocasión, como en tantas otras, era una canción de Sabina interpretada por Serrat la que amenizaba su soledad. Cuando escuchó uno de los versos …. porque dos no es igual que uno más uno, …… le surgió una de aquellas dudas que le hacían reflexionar y que a la vez le servían de punto de partida para iniciar una investigación. Hasta ese momento siempre había pensado que el compositor utilizó aquella frase para dar a entender que dos personas aunque estén juntas nunca llegan a complementarse porque jamás llegan a conocerse del todo. Sin embargo, a raíz del caso que acababa de llegar a sus manos se le planteó un nuevo argumento totalmente distinto. Mirando de nuevo la fotografía consideró la posibilidad de que en una pareja, uno de los componentes pudiera llevar una doble vida en compañía de otra persona oculta metafóricamente detrás del espejo, alguien desconocido para el otro. Dos no es igual que uno más uno, porque uno de ellos ya son dos, y por tanto la suma de ambos sería tres. “El Reño” sonrió ante semejante divagación, y su cabeza empezó a discurrir una posible hipótesis sobre la “resurrección” de Emilio. No, no estaba ante un caso de esoterismo. Si la imagen se correspondía realmente con la del marido de Elvira, había un secreto que desvelar detrás de un espejo que al igual que el retrato de Dorian Gray reflejaba el paso del tiempo. A diferencia de la novela de Oscar Wilde en que la imagen del protagonista iba envejeciendo en un cuadro hasta su muerte, mientras él permanecía joven por un pacto con el diablo, “El Reño” presentía que aquel espejo reflejaba el efecto inverso, iniciando su recorrido en la muerte para evolucionar hacía una nueva vida.

“El Reño” había quedado aquel fin de semana en el pueblo con unos amigos. No había nada más reconfortante para él que reencontrarse con ellos para ponerse al día e intercambiar impresiones sobre cuestiones de lo más variopintas. Aquel sábado tuvo la suerte de que Antonio librara en el hospital y aprovechó para preguntarle sobre unas dudas que le habían surgido la noche anterior sobre el mecanismo de una autopsia. Sabía que hacía unos veranos realizó una sustitución en el Instituto Anatómico Forense, y que la experiencia, lejos de ser traumática, le había resultado enriquecedora.
– ¿Qué proceso lleva un cadáver desde que llega al Anatómico hasta que se redacta el informe de la autopsia?
– Depende de las circunstancias de la muerte.
– Un asesinato ¿Qué es lo primero que se hace con el fallecido?
– Hombre, yo estuve tres meses y no coincidió que asesinaran a nadie, pero normalmente el cuerpo llega a la sala de autopsias dentro de lo que se conoce como un sarcófago.
– Pero ¿quién lo recibe? ¿Quién lo lleva a esa sala?
– Un celador.
– O sea, un celador como tú.
– Sí, ¿de qué te extrañas?
– No, no, de nada. ¿Y después?
– Se saca del sarcófago, y el forense determina si se deposita encima de la mesa para practicarle la autopsia, o si se introduce en la cámara frigorífica para hacerla más tarde.
– Y durante la autopsia ¿cuántas personas suelen estar presentes?
– Normalmente cuatro: el médico forense, un auxiliar de enfermería, un celador, y un enfermero, que es quien suele extraer los órganos al cadáver.
– Y la extracción de órganos ¿la supervisa alguien?
– Hombre, claro, normalmente el forense.
– ¿Y qué se hace con los órganos?
– Se envían a analizar a Anatomía Patológica.
– Ya. Y luego supongo que el forense redactará un informe en base a esa analítica y a los indicios que haya encontrado en el cadáver.
– Efectivamente. ¿Por qué estás tan interesado en el tema?
– Tengo un caso que me plantea muchas dudas sobre la redacción de un informe forense. Ya te contaré.

Esa misma noche “El Reño” se entretuvo en ojear las fotografías que Celia le había enviado por correo electrónico. Imágenes de un grupo de jóvenes con las hormonas revolucionadas que paseaban por las calles del Barrio Latino de París. Poses desenfadadas frente a escenarios muy familiares para “El Reño” que había visitado en muchas ocasiones la ciudad de la luz. En todas se podían observar a Celia y a sus compañeras con un fondo de escaparates de infinidad de establecimientos comerciales: tiendas de moda, galerías de arte, inmobiliarias, puestos de frutas, y cafeterías típicas parisinas. La última que repasó fue la instantánea en la que aparecía el espejo con el reflejo del enigmático personaje. Estaba hecha en el Boulevard de Saint Germain, al igual que otras cinco. Esta vez fijó su atención, no en el rostro ni en la vestimenta, si no en la dirección que llevaba la imagen. Daba la impresión de que se dispusiera a entrar en el establecimiento contiguo. Buscó entre las otras cinco y encontró una que había sido hecha segundos antes, donde aparecían las chicas junto a un par de viandantes y el escaparate de una galería de arte. Pensó que de poco le servía aquella información y abandonó el examen de las fotografías para visitar la hemeroteca digital de algunos periódicos de tirada regional, en busca de la noticia del asesinato de Emilio, descubriendo con sorpresa que ninguno de los ejemplares del día después a la comisión del crimen hacía referencia a que la víctima había sido un abogado y mucho menos la identidad del mismo. En La Verdad se mencionaba que la Policía Nacional había encontrado el cuerpo carbonizado de un indigente muy cerca del río, y solo tres días después se indicaban su nombre y apellidos. Aquel detalle hizo que le surgiera otra seria duda. Si la policía no había difundido a los medios de comunicación los datos del fallecido, ni siquiera a través de sus iniciales, y ningún familiar había identificado el cadáver, y tampoco se había realizado una prueba de A.D.N. ¿Quién había decidido que el cuerpo encontrado junto al río era el de Emilio?

A la mañana siguiente llamó por teléfono a primera hora a su amigo Antonio para invitarle a desayunar en la cafetería “Martínez”. Si mal no recordaba el dueño era familiar de Emilio, y creía no equivocarse porque coincidía con el segundo apellido de éste. Pensó que Antonio podría resolverle la duda que le había surgido hacía unas horas. Mientras le esperaba, estuvo repasando “La Verdad”, que como en las últimas semanas hablaba de los recortes de la Administración desde que había empezado la crisis.
– Hola Paco, supongo que si me has invitado a tomar un café a estas horas, será porque tienes algo que consultarme – comentó Antonio mientras tomaba asiento.
– No te equivocas – respondió “El Reño”. – Serías un buen detective.
– Cuéntame.
– Ayer me comentaste a grandes rasgos cómo se procedía con un cadáver desde que llegaba a la sala de autopsias hasta que el forense emitía el informe, y en un par de ocasiones utilizaste una expresión que me generó ciertas dudas.
– ¿Cuál?
– Me dijiste que normalmente había cuatro personas en la sala de autopsias, y repetiste que normalmente era el forense quien supervisaba la extracción de los órganos. Intuyo que la expresión normalmente lleva implícito que existen ocasiones en que eso no es así. ¿Me equivoco?
– En absoluto. Durante los meses de verano, y te hablo por experiencia propia, el Servicio de Salud intenta ahorrarse la contratación de interinos que sustituyan al personal en vacaciones del Anatómico Forense, me imagino que por los malditos recortes, y en la sala de autopsias solo hay un celador con el médico forense.
– ¿Y el forense se encarga de todo el trabajo?
– ¡Qué va! A mí el médico me explicó unas cuantas nociones de cómo se diseccionaba un cuerpo para extraer sus órganos, y era yo quién me encargaba de aquel trabajo durante los tres meses que estuve allí.
– ¿Tú? ¡Un celador!
– Sí, como lo oyes. Estuve solo todo el verano, supongo que como otros celadores en años sucesivos. Cuando llegaba un cadáver avisaba al forense que tenía lo que se conoce como guardia localizada, es decir, que tenía que estar a menos de media hora del Anatómico. Mientras llegaba, yo le abría la cabeza y el tórax al muerto y le extraía unas pequeñas muestras que depositaba en unas bandejas de plástico sobre una mesa de acero inoxidable. El forense les echaba un vistazo y las mandábamos a Anatomía Patológica.
Los secretos desvelados por Antonio sobre el funcionamiento del Anatómico Forense, supusieron una prueba clave para la resolución de aquel caso. Emilio había sido supuestamente asesinado en el mes de agosto, justo cuando los servicios del Anatómico funcionaban bajo mínimos. Se maldijo por haberse dejado en el despacho de Madrid el informe de la autopsia de Emilio, pues estaba convencido de que contenía la piedra angular del enigma que estaba intentando desvelar.
Antes de abandonar la cafetería, “El Reño” saludó al dueño y le hizo una sola pregunta:
– Emilio era familia tuya ¿verdad?
– Primo hermano mío.
– ¡Qué mala suerte tuvo! – exclamó el detective.
– Sí, vivió al límite y así murió.
– Al fin y al cabo, lo único que nos llevamos es lo que hayamos disfrutado en esta vida.
– Pues sí. Él disfrutó todo lo que pudo.

Lo primero que hizo al llegar a la agencia el lunes por la mañana fue volver a revisar el informe de la autopsia. Su interés era averiguar quién lo había redactado. Al leer los datos de la forense que lo firmaba Dolores Rosique Pinos estaba convencido de haber leído su primer apellido hacía muy poco tiempo, en algún otro lugar, pero no recordaba dónde. Si la policía no había dado la identidad del difunto, y la familia no había identificado su cadáver, aquella forense se convertía en la única persona que pudo establecer que el cuerpo que apareció calcinado era el de Emilio. Llamó al Anatómico Forense preguntando por ella, para hacerle unas consultas sobre la autopsia. Le indicaron que ya no trabajaba allí desde hacía casi tres años. “El Reño” tenía que averiguar el nuevo destino de la forense. Utilizó un contacto en la Consejería de Sanidad para descubrir que se había marchado a trabajar a un hospital francés. Le confirmaron que la doctora Rosique había recibido una oferta del extranjero y había tomado la decisión de trabajar en Francia porque le ofrecían un aumento del salario y la posibilidad de mejorar su formación. “El Reño” supo en aquel momento que no habían sido únicamente el incremento del sueldo y la mejora de su especialización los motivos que le indujeron a trasladarse a Francia. Buscó su fotografía en Google y encontró una en un artículo sobre un congreso de medicina legal. Se detuvo a leerlo. Sin duda, se trataba de una experta en su materia. Volvió a mirar la fotografía de aquella doctora. No podría fijar con exactitud su edad, pero calculó que rondaría los treinta y cinco años. Le llamaron la atención unos reflejos que lucía en los cabellos. Con el zoom aproximó la imagen y comprobó que se trataba de un enorme mechón blanco que le otorgaba cierto aire de distinción. Sabía que la poliosis era un problema genético que blanqueaba ciertas partes de la cabellera, y recordó a una vecina de su infancia que se caracterizaba por lucir un mechón blanco sobre un cabello negro azabache, al igual que varios de sus familiares. Aquel detalle le inquietó todavía más. ¿Dónde había visto hacía poco un mechón como aquél? Ese interrogante se mezclaba con el de no recordar dónde había leído el apellido de la forense. Cerró los ojos durante unos instantes. Sabía que resolviendo aquellas incógnitas encontraría una explicación al regreso a la vida de Emilio. Por su cabeza circulaban infinidad de imágenes del último fin de semana. Volvió a repasar las fotografías del Boulevard de Saint Germain, y ¡Voilà!, allí estaba la respuesta. ¿Adónde se dirigía la imagen del espejo? A la tienda contigua que aparecía en la fotografía realizada segundos antes de aquella instantánea; una galería de arte con un rótulo que figuraba sobre su entrada GALERIE D’ART ROSIQUE. Y un mechón blanco cerraba el caso; el de una de las viandantes que aparecía mezclada entre Celia y sus compañeras, y que se disponía a entrar en su establecimiento: la forense Dolores Rosique Pinos.

Fulgencio Caballero Martínez

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