Relato corto: YO, EL REY


Hubo un tiempo en que las familias se reunían alrededor de la lumbre para contarse historias de sus ancestros. En la mayoría de las ocasiones eran leyendas que habían pasado de padres a hijos y que habían sido alteradas por el paso del tiempo y por la inventiva de quien las contaba. Saber cuánto de realidad y cuánto de ficción contenían aquellas historias era lo de menos, lo importante era generar la duda y hacer volar la imaginación.

“La realidad deja mucho a la imaginación” John Lennon
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A mi prima Remedios Ginerés Caballero, que tuvo un abuelo “Caballero Cubierto ante el Rey”

YO, EL REY

Todo comenzó con un comentario jocoso y sin importancia. “El Reño” había decidido pasar la navidad junto a su único hermano y su cuñada. El día de nochebuena se presentó en su casa cargado de regalos para sus tres sobrinos. Odiaba la navidad, pero le reconfortaba reunirse con su familia para recordar tiempos pasados y a los que ya no estaban, aunque tuviera que repetir como todos los años la misma parafernalia. Mientras preparaban la mesa para la cena, en la televisión empezaba el tradicional discurso del rey.
– ¿Te has fijado alguna vez en el parecido tan asombroso que tenía papá con el rey? – preguntó “El Reño” a su hermano.
– Muchas veces – contestó Juan -, pero no lo he querido comentar nunca pues suponía que era fruto de la casualidad.
– Mucha casualidad ¿no?
– La verdad es que podrían pasar por hermanos. A lo mejor eran hermanos – Juan esbozó una sonrisa.
– Sí, sí, tu ríete, pero no te extrañe que nuestro abuelo tuviera algo que ver en esa semejanza – afirmó “El Reño” en un tono algo más serio.
– ¡Venga hombre!, siempre estás con tus suposiciones del C.S.I.
– El abuelo prestó servicio en la guardia real. ¿Recuerdas las historias que nos contaba papá cuando éramos pequeños sobre sus aventuras en palacio?
– Mira Paco, no imagines tonterías. Además, el abuelo estuvo en Madrid a principios del siglo XX, sirviendo, si mal no recuerdo, durante el reinado de Alfonso XIII. El padre de Juan Carlos I ni siquiera había nacido.
– Correcto. Fue guardia personal de su mujer, la reina Victoria Eugenia, madre de Don Juan, el conde de Barcelona, y la segunda Ley de Mendel establece que el mayor parecido físico entre familiares, no está entre padres e hijos. Papá y el rey podrían ser un claro ejemplo de ello.
– ¡Venga ya! ¿Qué estás deduciendo, que don Juan fue fruto de un affair de nuestro abuelo con la reina?
“El Reño” guardó silencio durante unos segundos. Las palabras del rey Juan Carlos se mezclaban con el alborozo de los niños que saltaban de un sofá a otro. Como respuesta planteó a su hermano una nueva e inesperada pregunta.
– ¿Tú sabes cuantos hijos tuvo Alfonso XIII con la reina Victoria Eugenia?
– Ni idea.
– Con la reina tuvo siete, y además tuvo otros cinco, que se conozca, con otras mujeres.
– ¡Ostias, qué machote!
– ¿Sabes cuántos de los siete hijos de Victoria Eugenia eran varones?
– No.
– Cinco. Alfonso, Jaime, Fernando, Juan y Gonzalo.
– Estás informado.
– No olvides que soy detective privado, y que me encanta la historia. ¿Y sabes cuántos de ellos nacieron sanos?
El hermano de “El Reño” negó con la cabeza.
– Yo te lo explico. Alfonso nació hemofílico y murió prematuramente cuando tenía unos treinta años, habiendo renunciado a sus derechos al trono unos años antes. Jaime era sordomudo de nacimiento y también renunció al trono. Fernando nació muerto. Gonzalo, como Jaime, nació hemofílico y murió a los veinte años. Y el único sano fue don Juan.
– ¿Y por qué me explicas esto? ¿Adónde quieres llegar?
– Es evidente que la reina Victoria Eugenia y Alfonso XIII eran incompatibles para concebir varones.
– Ya. Y fue nuestro abuelo el responsable de que la reina tuviera un hermoso niño sin problemas de salud. ¡Venga ya!
– Vamos a ver, Alfonso XIII era conocido por sus escarceos sexuales con cualquier mujer que se le cruzara en el camino ¿Por qué la reina no iba a echar una cana al aire con alguno de sus escoltas mientras su marido se entretenía con otras?
– Tú estás loco.

– Puede ser. Tengo las mismas posibilidades de estar loco, como que papá fuera hermano de don Juan. La historia está plagada de hijos bastardos.
– Claro, y nosotros somos primos hermanos de Juan Carlos – dijo mirando al rey que seguía con su discurso televisivo.
Ambos rieron ante semejante conclusión.
– ¿Recuerdas cuándo papá nos contaba con orgullo que el abuelo tenía el privilegio de permanecer “cubierto” ante el rey? – continuó “El Reño”
– Sí, sí. Fanfarroneaba que su padre era “Caballero Cubierto ante el Rey”. Y también recuerdo que la abuela le reprochó toda la vida lo estúpido que había sido por no haber pedido otra cosa cuando al licenciarse le ofrecieron que solicitara lo que quisiera en agradecimiento por sus servicios a la reina.
– Ese privilegio era una prerrogativa reservada para los Grandes de España, y que de forma excepcional podía ser otorgada por el rey a otros nobles. ¿Dime tú de dónde le venía la nobleza a nuestro abuelo, que salió una única vez del pueblo, y fue para hacer la mili en Madrid?
– Hombre, algo haría para ser distinguido con esa prerrogativa.
– Tú mismo acabas de encontrar la respuesta: conseguir la continuidad de la corona de España
– Pues se podía haber estado quieto, y nos hubiera ahorrado el lío que han montado sus descendientes. Tú deliras – continuó Juan -, a lo mejor, lo de ser “Caballero Cubierto ante el Rey” no era verdad. Pudo ser un cuento chino que se inventó el abuelo, y que papá se creyó a pies juntillas. O a lo mejor era verdad y se lo dieron por haberle puesto los cuernos al rey.
– Pudo haber sido un acuerdo entre los tres; un pacto sujeto a secreto de Estado. Ten en cuenta que en aquellos tiempos no existía la inseminación artificial.
– ¡Venga ya!
– Evidentemente tuvo que ser algo muy importante. Los que gozaban del privilegio de ser “Caballero Cubierto ante el Rey”, no sólo podían ejercerlo en presencia del soberano, también estaban liberados de despojarse de su sombrero o gorra, ante otras personas respetables, como alcaldes, jueces y sacerdotes. Sabes tan bien como yo que el abuelo hizo uso del derecho otorgado por la reina durante toda su vida, lo que en varias ocasiones le generó algún que otro problema.
– No me convences, Paco.
– Te repito que existen muy pocas referencias a personas ajenas a la nobleza que fueran recompensadas con la prerrogativa de ser “Caballero Cubierto ante el Rey”. La última que encontré se refería a un soldado que se encontraba haciendo el servicio militar en Madrid cuando fue destronada la reina Isabel II, la abuela de Alfonso XIII, y que obedeciendo las órdenes del Ministro de Gracia y Justicia, la acompañó en su huída hasta la estación de tren, haciéndola pasar desapercibida entre la multitud, evitando que la lincharan. La reina consiguió exiliarse en Francia gracias a aquel soldado, pero antes de subir al tren le entregó un anillo pidiéndole que si lograba regresar a España, se presentara ante ella mostrándoselo para poder recompensarle por su gran ayuda. Cuando la reina volvió a España, así lo hizo, y ésta le concedió el título de “Caballero Cubierto ante el Rey”, además de acogerlo en Palacio hasta su muerte. O sea, que los pobres diablos tenían que hacer algo muy importante para poder ser merecedores de semejante privilegio.
– Siempre has sido algo paranoico, pero ahora rayas la verdadera locura. Tienes una mente novelesca y conviertes suposiciones en hechos, viendo evidencias donde no las hay. Habría que contrastar fechas.
– ¿Qué fechas? – respondió “El Reño”.
– La fecha exacta en que el abuelo fue guardia real con la fecha de nacimiento de don Juan. Y aunque coincidieran en el tiempo, eso no sería óbice para afirmar que nuestro abuelo fuera el padre de don Juan. Mañana si quieres podemos buscar en la habitación de arriba donde están todos los papeles de papá.

El hermano de “El Reño” vivía en la vivienda heredada de sus padres, una enorme casa de tres plantas al inicio de la calle Córcoles, dentro del casco antiguo, donde habían nacido y crecido las tres últimas generaciones de la familia. Una de las habitaciones de la segunda planta albergaba un sinfín de objetos cargados de un enorme valor sentimental, por haber pertenecido a sus antepasados, lo que impedía que ninguno de los dos hermanos se decidiera a desprenderse de ellos. Presidía la alcoba el retrato del abuelo Nicolás uniformado de guardia real sobre un imponente caballo en actitud de trote. Sobre la cama de palos torneados reposaban dos antiguas maletas repletas de amarillentos documentos y fotografías. Cada uno escogió una y se zambulleron en ellas para localizar algún documento que desvelara cuándo estuvo el abuelo sirviendo con la reina.
– Estoy pensando – comentó Juan – que si alguien supiera lo que estamos intentando encontrar y nos viera enfrascados en tan absurda investigación, nos trataría de zumbados. Espero que no se entere nadie, pues me moriría de vergüenza. Mi mujer dice que estamos chalados. Y creo que tiene razón. Si tu absurda hipótesis saliera a la luz, seríamos el hazmerreír de todo el pueblo.
Tras un largo rato de búsqueda infructuosa, decidieron revisar el interior de un armario que contenía varías cajas de cartón. Allí tampoco encontraron ningún documento del abuelo. Nada, absolutamente nada relacionado con lo que estaban buscando. ”El Reño” recordó entonces que oculto detrás de aquel armario había una especie de pequeña alacena en la que su padre guardaba los documentos que consideraba más confidenciales. Para poder acceder a ella, optaron por mover aquel pesado mueble de madera. Como estaba repleto de cajas y de otros objetos tuvieron que vaciarlo previamente para poder apartarlo de la pared. Agarrándolo de sus gruesas patas fueron desplazándolo con gran esfuerzo, hasta conseguir que quedara un espacio suficiente por donde acceder a la pequeña puerta de madera de aquel escondite secreto. No tenía cerradura, por lo que solo hubo que hacer una ligera presión para poder abrirla. En su interior había dos carpetas y una pequeña caja metálica de caudales. Juan sacó aquel tesoro del escondrijo en el que había permanecido oculto durante tantos años y lo depositó sobre una de las maletas que había encima de la cama. La primera de las carpetas contenía un ejemplar del periódico El Liberal del día cinco de abril de 1925. Una de sus páginas contenía un artículo sobre la visita del rey Alfonso XIII el día anterior al pantano que llevaba su nombre, y en su último párrafo describía la visita que Su Majestad hizo a un conocido en la calle Córcoles.
– ¡Ostias, visitó al abuelo! – exclamó Juan.
– Lo que demuestra que existía un fuerte vínculo entre ambos.
– Claro, claro, el rey vino a contarle al abuelo cómo iba el chiquillo que había concebido doce años antes con su mujer – concluyó en tono sarcástico.
– ¿Y entonces cuál fue el motivo de tan regia visita?
– No sé. El abuelo trabajó en las obras del pantano de Alfonso XIII y además lo conoció siendo guardia real. Es posible que se volvieran a ver en su visita al pantano y que le invitara a tomarse algo en su casa.
“El Reño” hizo un gesto de desaprobación ante el argumento que acababa de esgrimir su hermano, y continuó con la comprobación del resto de cosas que había sobre la maleta. La caja metálica fue lo segundo que abrieron para comprobar con sorpresa que su interior contenía un revolver oxidado y media docena de proyectiles. Ambos se miraron incrédulos ante semejante descubrimiento, pues no daban crédito a que su padre pudiera guardar un arma de fuego. La duda quedó medianamente resuelta en una escueta carta que encontraron en el interior de la otra carpeta. Estaba dirigida a su abuelo Nicolás, lo que aclaraba que el propietario del arma era éste, y en ella un amigo se la ofrecía para usarla únicamente en legítima defensa, pues era conocedor del peligro que estaba corriendo. No tenía fecha ni datos que identificaran a su autor, lo que daba a entender que fue entregada en mano junto al revolver. Intrigados por los motivos que obligaron al abuelo a protegerse con un arma, siguieron escudriñando entre las carpetas, y aunque no lograron localizar nada que les resolviera el enigma del peligro que corrió, si encontraron un pliego de papel apergaminado, de un tamaño superior a un A3, que reflejaba su tiempo de permanencia en filas.
– ¿Cuándo nació el único hijo sano de Alfonso XIII? – preguntó Juan a su hermano.
– El veinte de junio de mil novecientos trece.
– Estupendo, caso resuelto, el abuelo terminó su servicio militar en marzo de mil novecientos doce, y como los niños nacen a los nueve meses de fabricarlos, es imposible que don Juan fuera hermano de papá.
A “El Reño” se le derrumbó como un castillo de naipes la tesis que lo vinculaba con la familia real.
– A lo mejor, volvió posteriormente a visitar a la reina – contestó intentando mantener aunque fuera un frágil hilo de esperanza.
– Claro, claro, en AVE. El abuelo no volvió a viajar jamás después de regresar de Madrid en marzo de mil novecientos doce. Por fin puedo respirar tranquilo – suspiró -. Tus fantásticas teorías me estaban empezando a crear verdaderos quebraderos de cabeza.
Al volver a poner el armario en su sitio, “El Reño” descubrió un pequeño trozo de cartón que servía de calzo para que el armario no cojeara. Lo cogió sin que su hermano se diera cuenta. Lo desplegó con cuidado, observando que se trataba de un viejo billete de tren, y se lo introdujo en el bolsillo de la chaqueta. Instantes después se encerró en el lavabo y lo estudió con detenimiento. A pesar de su deterioro pudo leer el nombre de su abuelo, Madrid como destino, y una fecha: veinticuatro de septiembre de mil novecientos doce, nueve meses antes de nacer don Juan. Sonrió al asaltarle una disparatada reflexión que, aunque de respuesta ilógica y absurda, le resultó graciosa: ¿Quién hubiera sido el heredero al trono si don Juan no hubiera tenido hijos? Se levantó del “trono” en que en aquel momento estaba sentado, se miró en el espejo que se encontraba cubierto de vaho, y con una irónica sonrisa, utilizó el dedo corazón para escribir sobre él tres palabras: Yo, el Rey.

Fulgencio Caballero Martínez

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