Relato corto: BOBO

¿Puede depender la vida de una simple llamada telefónica? “El Reño” resuelve un complicado caso y no puede avisar a un cliente, enemigo de los teléfonos móviles, de que su vida corre peligro. En este relato es el lector quien decide si el asesino, un cínico sin valores, consigue su objetivo o si el protagonista logra salvarse.

“Estos son mis principios. Si no le gustan tengo otros” Groucho Marx
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BOBO

Con su dedo corazón deslizaba una tarjeta de visita sobre la mesa del detective. “El Reño” leyó que se trataba de Bernabé Ortiz Bermejo-Olivencia, asesor fiscal, laboral y contable, con despacho profesional en la Gran Vía, esquina calle Fuencarral, quien no tardó en desvelarle que el asunto que le había llevado a la agencia de investigación era algo singular.
– Hace tres días visitó mi despacho una persona solicitando asesoramiento fiscal sobre seguros de vida, planes de pensiones y otros productos que conllevaran una indemnización en el supuesto de fallecimiento. Me expuso – continuó el asesor con cierto nerviosismo – las condiciones particulares y generales de varias de las pólizas que tenía suscritas con distintas compañías aseguradoras. En un principio supuse que estaba interesado en concretar qué primas les correspondería percibir a sus herederos en caso de fallecer, pues en muchas ocasiones la gente firma sin entender verdaderamente cuáles son las coberturas del seguro que acaban de formalizar, y después realizan ese tipo de consultas en la asesoría. Yo mismo tengo varias pólizas idénticas y cada vez que hay que renovarlas tengo que estudiar con lupa la letra pequeña. Después de un análisis de los importes y de las contingencias aseguradas, me preguntó cuál sería la que más cobertura tendría, y a su vez menos repercusión fiscal, y le contesté que sin lugar a dudas el fallecimiento por accidente de tráfico en día laboral, para que también pudiera ser considerado como accidente de trabajo, pues una de las aseguradoras contemplaba ese supuesto.
El detective todavía no sabía adónde quería llegar, así que esgrimió un pequeño gesto dando a entender su desconcierto.
– Hasta ahí la consulta podría considerarse como habitual – continuó el asesor -, pero a continuación prosiguió con una explicación sobre el motivo de su visita que hizo que me sobresaltara. Empezó diciendo que el trabajo no le iba bien, que estaba cargado de deudas, y que estaba agotado por culpa de la crisis, y concluyó con una frase que me produjo un escalofrío. Dijo que una curva solucionaría todos sus problemas y los de Bobo, que intuí que era el nombre de su perro, por haber hecho un par de referencias que no venían a cuento sobre él durante la conversación, tras lo cual se despidió con mucha amabilidad. En aquel instante presentí que estaba planificando suicidarse.
– Y supongo que lo que usted pretende es saber como tiene que actuar.
– Evidentemente. En cierto sentido me siento culpable por no haberme dado cuenta antes de las intenciones de aquel hombre, y por haberle aconsejado cuál es la forma más rentable de morir. Llevo tres días buscando en las noticias la crónica de un fallecido en accidente de tráfico junto a su perro, y me estoy volviendo loco.
– Póngalo en conocimiento de la policía.
– Es que no se llegó a identificar, por eso es por lo que requiero los servicios de esta agencia de investigación. Pagó los honorarios en efectivo y ni siquiera solicitó factura.
– ¿Pero usted leería su nombre en las pólizas que le enseñó para analizar?
– No me enseñó ni un solo papel – el asesor empezaba a intranquilizarse. – Aunque daba la impresión de que no sabía interpretar las cláusulas contractuales, conocía de memoria toda la información que contenían sus pólizas: coberturas, capitales, compañías, ….
– Tranquilícese. No hay muerte violenta, aunque se trate de un suicidio, sin un móvil.
– ¿Le parece poco móvil para suicidarse verse acuciado por la deudas, y tener un potencial respaldo de casi un millón de euros?
– ¿Un millón de euros?
– Sí, sí. Una sustanciosa cantidad para sufragar deudas, y supongo para dejar en herencia. ¡Por favor, hay que localizarlo como sea!
– Está bien. Veamos. Evidentemente no se trataba de un cliente habitual.
– Nunca había estado en el despacho.
– Descríbamelo.
– Alto, como de un metro ochenta, calvo, con perilla, y de unos cuarenta años.
– ¿Cuál era su aspecto?
– Desaliñado. Vestía una sudadera de color oscuro y unos pantalones tejanos.
– Algún rasgo que le caracterizara.
– Me di cuenta de que le faltaba el dedo índice de la mano derecha y …. que tenía las uñas negras.
– Buenos datos – comentó el detective – ¿En qué trabajaba?
– Tampoco lo comentó.
– ¿Ni siquiera le preguntó cuál era su profesión?
– No. Soy muy reservado y procuro serlo con mis clientes. Aunque, cuando abandonó el despacho, me asomé al balcón que da a la calle Fuencarral y vi como subía a un coche de esos de cortesía que prestan en los talleres mientras están reparando el vehículo.
– ¿Vió la matrícula?
– No.
– ¿Y recuerda si el coche tenía algún letrero o algún distintivo del taller?
– No, sólo leí el rótulo de “vehículo de cortesía”.
– ¿Y qué coche era?
– Un Smart fortwo nuevo, amarillo chillón.
“El Reño” necesitaba más datos, pero no sabía por dónde continuar.
– Su cliente, ¿era de Madrid?
– Su acento era marcadamente andaluz.
– Y me ha dicho que tenía un perro.
– Sí, en varias ocasiones repitió que gracias a él podía sobrevivir.
El asesor se encogió de hombros.
– Y no tiene algún otro dato que nos pueda servir para localizar su paradero.
– No.
– Está bien. Creo que va a ser como encontrar una aguja en un pajar, pero vamos a intentar encontrar a ese hombre lo antes posible. Luego habrá que poner en conocimiento de la policía sus supuestas intenciones. En esta tarjeta figuran sus datos de contacto. ¿Puedo llamarle a cualquier hora?
– La verdad es que soy muy metódico. No dispongo de teléfono móvil y mucho menos de whatsapp, y en la oficina únicamente me pasan las llamadas por las tardes de cinco a ocho, a no ser que se trate de un asunto importante. En la tarjeta van los teléfonos del despacho de Madrid, y los de Toledo donde sólo atiendo los jueves por la tarde. Dejaré orden en ambas oficinas de que me pasen sus llamadas, sea cual sea la hora. Si me permite le apunto a bolígrafo el teléfono particular de mi casa en Las Rozas.

“El Reño” sabía que se producían accidentes de tráfico que eran suicidios encubiertos, pero tenía serias dudas sobre la manera de actuar del enigmático personaje que se había personado en una asesoría para informarse sobre las indemnizaciones a las que pudiera tener derecho en caso de fallecer. Tenía la sospecha de que podría tratarse de un mecánico. Las uñas negras podían indicar el contacto permanente con la grasa, y la falta del dedo índice un accidente muy común en el sector que consistía en su amputación por manipular la correa del ventilador con el motor en marcha. Si la fortuna se ponía de su parte, el vehículo de cortesía podría pertenecer al mismo taller donde trabajaba. Pensó en su amigo Cristóbal, que como comercial, se dedicaba a visitar los talleres de toda la provincia de Madrid, para ofrecerles recambios de un par de marcas, y tecleó su número en el móvil. Mientras sonaba la llamada, el detective pensaba en el semblante del asesor al abandonar la agencia. Debía tratarse de un buen hombre, cuya vida girara en exclusividad alrededor de su trabajo.
– Dime Paco.
– Hola Cristóbal ¿Cómo van las cosas?
– Ya ves. Sin parar de trabajar para intentar sobrevivir en esta selva.
– Verás, te llamo para pedirte un favor.
– Tú dirás. Si está en mi mano, cuenta con él.
– Estoy intentando localizar a un mecánico del que desconozco su nombre, pero se que es calvo, tiene perilla y le falta un dedo en la mano derecha, y en su taller tiene un Smart fortwo de color amarillo chillón, como vehículo de cortesía. Medirá un metro ochenta y tendrá alrededor de cuarenta años. Y si te sirve de algo, tiene un perro que se llama Bobo.
– ¡Joder, ahora no caigo! ¡Me lo pones difícil, macho! Deja que piense y te llamo.
No habían transcurrido diez minutos cuando Cristóbal devolvió la llamada a su amigo detective.
– Creo que lo tengo. En el Polígono Industrial Európolis hay un servicio oficial de Mercedes que tiene a disposición de sus clientes un par de Smart fortwo de color amarillo como vehículos de cortesía, y además el encargado del taller se ajusta a las características que me has indicado.
– ¿Dónde está ese polígono?
– En Las Rozas – El nombre de aquella localidad de la sierra de Madrid alertó al investigador privado.
– ¿Y como se llama el encargado del taller?
– Le llaman Teo. Supongo que será Teodoro o Teodomiro, o Teófilo, no sé.
– Vale, vale. Gracias Cristóbal, me has sido de gran ayuda. Te debo una. Un abrazo.

El caso estaba casi resuelto, y lo que parecía casi imposible “El Reño” lo había averiguado en poco más de una hora. Sólo restaba llamar a su cliente y transmitirle la información que acababa de obtener. Pero el hecho de que aquel mecánico tuviera el taller en la misma localidad donde residía el asesor, le generó ciertas sospechas, así que decidió coger su coche y trasladarse al Polígono Industrial Európolis para intentar resolverlas. El tráfico era fluido y a través de la A6 sólo tardó veinte minutos en llegar a las puertas del servicio oficial de Mercedes. Lo primero que observó fue un Smart fortwo de color amarillo estacionado junto a la entrada de la oficina. En aquellos momentos un mercedes clase E 300 de color negro, matrícula de Segovia, se disponía a entrar por la puerta del taller. Un operario ataviado con una bata blanca recibió a la conductora mientras descendía del vehículo. Por las características del hombre llegó a la conclusión de que debía tratarse de la persona que estaba buscando. Durante unos instantes estuvo observando como dialogaba con la que en un principio pensó ser una cliente, una mujer rubia con unas enormes gafas azules, que después de entregarle las llaves besó en los labios, por lo que el detective interpretó que sería su pareja. Evitando ser observado les hizo una fotografía, y luego realizó varias a la puerta del establecimiento, al vehículo de cortesía y a un escaparate con vehículos de ocasión. Arrancó y aparcó dos manzanas más lejos. Aduciendo estar interesado en la adquisición de un coche de segunda mano entró en el local. Aquel día la suerte le sonreía, en contra de lo que estaba acostumbrado. Afortunadamente le atendió el hombre de la bata blanca que tras enseñarle detenidamente un ML 320, y explicarle las características de tan fabuloso todocamino, le entregó una tarjeta donde aparecían sus datos: Doroteo Alcaraz Sanchís, Jefe de Taller. En su mano derecha faltaba el dedo índice.

De regreso a la oficina, el detective telefoneó a su cliente para informarle sobre el avance de las investigaciones.
– ¿Y dice que se trata del jefe de taller de un servicio oficial de Mercedes?
– Sí, sí, en un Polígono Industrial de Las Rozas.
– ¡Qué casualidad! Yo también tengo un Mercedes y …
La cobertura no era muy buena y “El Reño” tuvo que desistir de continuar la conversación. Encendió la radio en el mismo momento en que estaban sonando las señales horarias. Eran las seis y media de la tarde. Recordó el horario de atención al público del taller y calculó que quedaban treinta minutos para el cierre. En un cambio de sentido dio la vuelta y se dirigió de nuevo al Polígono de Európolis. Aguardó dentro del coche hasta que Teo bajó la persiana después de haber estacionado en la puerta el Mercedes negro que un par de horas antes le había entregado la rubia de gafas azules. Y fue en ese mismo vehículo en el que el jefe de taller abandonó la zona industrial de Las Rozas para dirigirse a una urbanización de aquella parte alta de Madrid. El detective le siguió a cierta distancia. Le llamó la atención la lentitud con la que circulaba. Teo hizo sonar el claxon frente a un chalet de lujo. La puerta se abrió automáticamente. Una vez que el coche estuvo dentro y antes de que se cerrara la puerta, “El Reño” pudo ver como el jefe de taller volvía a besar a la mujer rubia. Esta vez apasionadamente. Y de forma inesperada, un minuto después Teo abandonaba la vivienda para subirse en un Volkswagen Golf que había en la calle y abandonar el lugar a toda velocidad.

Una hora más tarde “El Reño” intentaba ordenar en su cabeza los datos que había logrado obtener aquella tarde. Ya no eran horas de llamar a su cliente. La asesoría estaría cerrada e inexplicablemente don Bernabé no disponía de teléfono móvil. ¡Qué absurdo! – pensó el detective -. En los tiempos que corren no se puede vivir sin móvil. ¿Y si tuviera que darle una noticia urgente? ¿Cómo podría localizarlo? Entonces recordó que el asesor le había escrito en la tarjeta de visita su teléfono particular de Las Rozas. Buscó aquella tarjeta y tecleó el número.
– Dígame – una voz dulce de mujer sonó al otro lado del auricular, mientras de fondo se oía un ruido que sin saber por qué le resultaba conocido.
– Buenas noches. Soy Amancio Verdún – mintió el detective -, y quisiera hablar con don Bernabé Ortiz.
– Lo siento, mi marido está de reunión en una empresa y posiblemente llegue tarde.
“El Reño” tuvo que aceptar las circunstancias y esperar al día siguiente para ponerse en contacto con su cliente. Hasta bien entrada la madrugada estuvo haciendo un análisis del expediente. Había conseguido localizar a la persona que le habían encomendado, pero muchas piezas no encajaban. Era difícil de aceptar que Teodoro Alcaraz tuviera problemas económicos que le pudieran llevar a tomar la decisión de suicidarse. Tener un concesionario oficial de Mercedes en un Polígono de Las Rozas era indicativo de que los negocios no le irían muy mal, y aunque con toda seguridad la crisis le habría afectado, la repercusión no debería ser tan importante como con otras marcas y en otras localidades. A la vista de la relación que mantenía con la mujer rubia, que posiblemente fuera su amante, era evidente que su vida sentimental no estaba atravesando ningún bache. Por ello, las sospechas de suicidio que sostenía el asesor fueran posiblemente infundadas. Sin embargo, el mecánico había comentado que una curva iba a acabar con todos sus problemas, …. y con los de Bobo.

A primera hora del jueves, el teléfono de la asesoría sonaba insistentemente. Al oir el nombre del detective, la secretaria pasó la llamada a su jefe.
– Pensaba que no iba a volver a ponerse en contacto conmigo – refutó el asesor.
– Es usted muy difícil de localizar. Parece que tenga todo el trabajo del mundo.
– Es cierto. A veces pienso que no merece la pena trabajar tanto. El despacho me absorbe todas las horas del día y no me queda tiempo ni para disfrutar de la familia.
– Bueno, algo valdrá. Tiene usted un buen despacho en pleno centro de Madrid, una casa en Las Rozas y posiblemente hasta un buen coche.
– Sí, y para que lo quiero. Aquí no hay sitio para aparcar y tengo que venir al trabajo en autobús.
– ¿De verdad se desplaza a la Gran Vía en autobús?
– En la línea 629. Todos los días.
– ¿Y cómo se traslada a Toledo? Me comentó que los jueves por la tarde tiene consulta en la Plaza Zocodover.
– Los jueves a mediodía mi mujer me trae el coche. Ella se queda de compras por el centro y yo me voy a Toledo. Pero, cuénteme lo que ha averiguado sobre mi cliente. Estoy en vilo.
El detective le estuvo comentando parte de los resultados de su investigación.
– Creo que no debería preocuparse por las posibles intenciones suicidas de ese individuo, sin embargo, esta misma tarde tendrá en su despacho un dossier con todo lo que he averiguado, por si usted considera oportuno ponerlo en conocimiento de la policía o de los Servicios Sociales.

Un vaso de Albariño junto a un par de ostras pusieron el punto final en el Mercado de San Antón a un expediente que tardó apenas dos horas en redactar. Sentado en un taburete de una barra de la primera planta, desde el que divisaba el trasiego del mercado, se dedicó a repasar las fotografías que había realizado el día anterior. Sobre la mesa había dejado la tarjeta del asesor como el trofeo de una nueva victoria. Una tras otra fue visualizando las imágenes en la pantalla de su cámara sin darles demasiada importancia, hasta que llegó a la última de ellas, en que únicamente se veía la puerta del chalet de Las Rozas mientras se cerraba. En ese instante identificó el estrambótico ruido de aquella puerta con el que escuchó de fondo al llamar a la casa del asesor. Cogió la tarjeta de visita y leyó de nuevo el nombre del asesor: Bernabé Ortiz Bermejo-Olivencia. El pánico se apoderó del detective al detectar un acróstico que le dejó helado: B.O.B.O. En un segundo todo acababa de encajar. B.O.B.O. no era el nombre de un perro, y no se trataba de un suicidio, si no de la confabulación de un asesinato. Sacó el teléfono móvil de su bolsillo y tecleó el número de la asesoría. Comunicaba. Insistió. Nada. Volvió a marcar y la llamada se agotó sin recibir contestación. Miró su reloj. Era la una y media ¿Cómo se puede ser tan idiota para morir por no tener móvil? Un simple mensaje podría salvarle la vida, y el gilipollas – pensó el detective – ¡decide morir sin móvil! A esas horas el tráfico de Madrid era impracticable. Coger el coche para llegar hasta Gran Vía era absurdo. Subir hasta la plaza de Chueca para ir en el metro, peor. Así que decidió recordar su juventud y salir corriendo para intentar llegar a tiempo. La ley de Murphy se aplicó en toda su extensión. Todo eran obstáculos. En la puerta del mercado había una excursión de la tercera edad que taponaba la salida. La calle Clavel estaba abarrotada de gente y había un camión descargando mercancías que apenas permitía el acceso de una persona por la acera. Superando uno tras otro todos los obstáculos que fue encontrándose por el camino, llegó extenuado a la esquina de Fuencarral. Allí estaba el mercedes negro matrícula de Segovia con la mujer rubia de gafas azules entregándole las llaves a su marido para que se fuera a Toledo, y en una de sus curvas, probablemente gracias a la malintencionada manipulación de los frenos en un taller de Las Rozas, B.O.B.O. le solucionara la vida al cínico de Teo y a su amante.

Fulgencio Caballero Martínez

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