Dentro de las actividades programadas en la IV Semana Cultural, organizadas por la librería Caballero de Mula, el escritor Antonio Pérez Abril impartió un interesante taller de escritura, en el que propuso la redacción de un relato corto, de una extensión máxima de un folio y cuya trama versara sobre una persona que hubiera perdido alguno de sus sentidos.
IMPREVISTO
Sentado en un banco de la comisaría, se maldecía por su mala suerte. Las esposas le dañaban las muñecas, pero no era eso lo que más le dolía, sino el orgullo. No entendía como podían haberle detenido. Lo tenía todo perfectamente planeado y pensaba que las secuelas de la polio le iban a servir eternamente de coartada. Nadie sospecharía jamás de un pobre cojo – pensaba – que arrastraba una pierna, apoyando permanentemente una mano sobre su rodilla. Mientras se lamentaba, observaba con detenimiento la mesa del comisario. Sobre un folio, que contenía la declaración del único testigo, estaban los objetos que le había requisado la policía: un paquete de Marlboro y un zippo, que llevaba en los pantalones en el momento de la detención, y un manojo de llaves y un frasco de Jack, que posteriormente los agentes habían cogido de su habitación durante el registro de su casa. También estaba la bolsita de plástico con los pelos del perro que llevaba pegados en la ropa cuando fue detenido. Y cuanto más miraba aquellos objetos, menos comprendía como pudo haberse equivocado. Hacía meses que se dedicaba a desvalijar viviendas con un método que él consideraba impecable, sin levantar ningún tipo de sospecha. Desde que hace un par de años se trasladó con su familia desde Huelva a Valladolid, había estado colaborando con su padre en la pequeña tienda de duplicados de llaves que había frente a la comisaría. Normalmente los clientes eran del barrio. Cuando alguna anciana solicitaba la copia de la llave de su casa, él, sin que su padre se percatara, realizaba dos duplicados de la misma. Luego se las ingeniaba para averiguar el domicilio de la víctima. Durante días estudiaba sus movimientos cotidianos, las horas en las que salía de casa y cuanto tiempo tardaba en regresar, y aprovechaba el momento más propicio para realizar el golpe. El último de ellos lo tenía perfectamente calculado, pero no contó con un imprevisto. La dueña de la vivienda era viuda y vivía sola en un modesto edificio de dos pisos, a tan sólo una manzana de la tienda. Todas las mañanas desayunaba con sus amigas en la cafetería del mercado, y nunca regresaba a casa antes del mediodía. El otro vecino era invidente y se trasladaba todos los días a las ocho en punto a su puesto de trabajo en la ONCE. La operación resultaba sencilla, así que esperó a que la anciana saliera de su casa. Como también disponía de la llave de entrada al portal, no tuvo ningún problema para acceder al edificio. Una vez dentro, para relajarse, se encendió un cigarrillo y fue cuando surgió el imprevisto. El vecino apareció con su perro guía en el zaguán de entrada. Entonces cayó en la cuenta de que era trece de diciembre, el día de Santa Lucía, patrona de los ciegos y posiblemente día festivo para los trabajadores de la ONCE. Improvisó. Amablemente saludó al inesperado vecino y jugueteó durante unos instantes con su perro. Pensó que nunca podría delatarlo por su condición de ciego y decidió continuar con el plan previsto. Pero cuando aquel fue interrogado por la policía, fue capaz de identificar el perfume de los hombres que paradójicamente dejan huella, la marca de cigarrillos que fumaba en el portal y el modelo de encendedor que utilizó, además de concretar que el responsable del robo le había saludado con un marcado acento andaluz, y que evidentemente tenía problemas en una pierna por el ruido que hacía al arrastrarla. Puto ciego de los cojones – maldijo, mientras se daba un golpe con los dos puños en su maltrecha pierna y se retorcía de dolor en su dañado orgullo.
Fulgencio Caballero.