En una ocasión le oí decir a Vargas Llosa que una novela es una obra de ingeniería, y aún hoy no me queda completamente claro qué quiso decir exactamente con aquellas palabras; tal vez por eso sigo pensando en ellas. Es cierto que para construir un buen relato es necesario, sin duda, aplicar un conjunto de conocimientos y técnicas, elaborar un buen proyecto y desarrollarlo con acierto. Pero es también, sin duda, necesario sumar a esa capacidad de organización, conocimientos y trabajo que caracteriza al buen ingeniero, la facultad natural del ingenio que debe poseer el escritor, su talento para discurrir e inventar sin mentir; porque de eso es de lo que se trata a la hora de elaborar un relato de ficción, de narrar con convicción y coherencia lo que no ha ocurrido pero pudo perfectamente suceder o puede suceder en cualquier momento tal y como se cuenta. Pero una novela, además de ser una obra de ingeniería o del ingenio, es también un parto, un parto que puede durar años; el parto de una gestación que puede ser la de toda una vida. Es un acto de íntima creación en el que, creo entender, una de las mayores satisfacciones del escritor se produce cuando los personajes que ha concebido empiezan a perder su condiciónn de “personajes” para convertirse en “personas”, con ese hálito que la vida ofrece. Y esto es, a mi juicio, lo que ocurre en esta novela de Fulgencio Caballero. La caja de membrillo es el relato de una búsqueda nacida por azar y que acaba convirtiéndose en una obsesión para la protagonista; la búsqueda de unas raíces, de una identidad. Y es también un relato de contínuos hallazgos, un relato de historia y de memoria en el que, en un vaivén de fechas que abarca desde el amargo episodio de la guerra del 36 hasta nuestros días, nos ofrece escenas casi detectivescas, en las que no falta la salpicadura del amor y de la muerte. Es una novela bien llevada, escrita con una prosa ágil y sencilla que se lee con fluidez y agilidad y en la que todos los materiales empleados se van ensamblando perfectamente, creando un ambiente de intriga que nos conduce a un final lógico, no por esperado menos sorprendente, en cuyo desenlace cobra un papel decisivo la figura de Fernando, el único personaje con una identidad real dentro de la novela, abuelo del autor, y que aportó a éste la mayor parte del material para desarrollar el relato, y la voluntad y la ilusión para escribirlo. Pero los relatos no se escriben para ser resumidos, o para ser desvelados a retazos, sino para ser leídos y disfrutados, por eso no me extenderé más ni abundaré en más detalles, dejando para el anhelo del lector el deleite de sus páginas, con la seguridad de que hallará en ellas el mismo placer que yo encontré en su lectura.
El escritor no puede sustraerse al reflejo de su propia condición humana en cuanto escribe. Fulgencio Caballero vierte en esta novela la calidad humana que lo caracteriza, el don de quien sabe escuchar la voz de los que tienen algo que decir para darle forma luego en la fragua que forja los relatos más bellos: la del ingenio. La caja de membrillo es, en resumen, la transformación de una serie de realidades en un hermoso relato de ficción, producto de esa labor íntima y silenciosa del creador literario que sólo cierra el círculo que le da sentido cuando se hace pública, cuando se comparte, pues, como cualquier expresión del arte – la música, la pintura, la poesía … – el relato es, al fin y al cabo, un acto de necesario comunicación. (Opinión del poeta Pedro Antonio Martínez Robles en el periódico “El Noroeste”. 19/03/2011)