Relato corto: VEINTE DUROS

En este duro relato “El Reño” tiene que enfrentarse al peor de los enemigos: la verdad. El descubrimiento de un áspero secreto hará tambalear los valores del detective, poniéndolo en la tesitura de desvelar la verdad u ocultarla para no hacer daño.

“¿Qué es la verdad? Pregunta difícil, pero la he resuelto en lo que a mi concierne diciendo que es lo que te dice tu voz interior” Mahatma Gandhi

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VEINTE DUROS

Complicado. Sí, “El Reño” sabía que resolver aquel caso le iba a resultar muy difícil. Intuía que tarde o temprano llegaría a su agencia de investigación un expediente sobre la búsqueda de niños desparecidos al nacer, pues estaban empezando a salir a la luz las adopciones ilegales que se practicaban en algunas clínicas con recién nacidos sustraídos a sus madres. Los medios de comunicación se hacían eco de tramas formadas por médicos y religiosas que durante años abastecieron de hijos a personas pudientes que no podían engendrarlos. Lo que no imaginó jamás era que el primer caso que llegaría a su despacho sería el del padre de un amigo de la infancia. Tomás le había telefoneado el día anterior para comunicarle que a su padre le habían detectado un cáncer y que le quedaban pocos meses de vida. Consciente de que ésta se le escapaba irremisiblemente, le confesó a su hijo una duda que le había surgido al tramitar su pensión de jubilación. La fecha de nacimiento que constaba en el Registro Civil no coincidía con la que figuraba en su D.N.I., la que él siempre había creído ser la correcta, y le rogó que averiguara el motivo de la discrepancia, pues recordando ciertas anécdotas de la infancia, presentía que tenía que ver con la identidad de su progenitor. En una ocasión, siendo muy niño, un hombre mayor intentó impedirle la entrada a la iglesia junto a su madre aduciendo ser un bastardo, algo que nunca entendió. Y en otra, escuchó que se referían a él como el mestizo de Teresa en un tono despectivo. La complejidad del caso se agravaba si cabía aún más, pues no se trataba de averiguar el supuesto robo de un niño en la segunda mitad del siglo XX, si no en el año 1939. “El Reño” conocía que hasta los años cincuenta esas aberrantes prácticas fueron consentidas en las cárceles franquistas con mujeres vinculadas a la República como un método de represión política, pero la información que pudiera encontrar al respecto de aquella época sería escasa o, en el peor de los casos, nula. Era miércoles y al día siguiente empezaba la Semana Santa. Había quedado con su amigo Tomás en la plaza de la Corredera para desayunar en la cafetería de “La Jijonenca” y recoger una serie de documentos que podrían ser esclarecedores. Tomás únicamente le había adelantado la voluntad de su padre de conocer sus verdaderos orígenes antes de fallecer, y unas pinceladas sobre su infancia y sobre lo que recordaba haberle contado su madre. Joaquín sabía que era hijo póstumo de un comandante de aviación que murió poco antes de acabar la guerra civil, o eso es lo que había creído hasta entonces. Aquella noche “El Reño” no dejó de pensar cómo afrontaría él la angustia de descubrir que los padres que lo habían criado, no era sus verdaderos progenitores. Joaquín acababa de jubilarse a los sesenta y cinco años, hacía menos de seis meses, y lejos de iniciar una nueva vida en la que disfrutar de una placentera vejez, se encontraba con que aquella se le acababa con la duda de conocer quiénes fueron sus verdaderos padres. ¡Qué injusta es a veces la vida! – pensó. La enfermedad evolucionaba con celeridad y habían decidido cuidarlo en su propia casa. Esperanza, la mujer de Tomás, solicitó una excedencia en el hospital donde ejercía de médico para atender personalmente a su suegro en el último tramo de su existencia. Con sumo tacto se dedicaba en cuerpo y alma al cuidado de un hombre abatido por las desgraciadas circunstancias que le habían tocado vivir. Su padre falleció antes de nacer él. Su madre cuando era un niño. Su esposa hacía un año. Todo cuidado era poco para el padre de su marido.

Jueves Santo amaneció con un sol esplendido. La temperatura no era obstáculo para tomar el desayuno en una de las mesas de la plaza. “El Reño” ojeaba con detenimiento la carpeta de documentos que le acababa de entregar Tomás, mientras éste le contaba las experiencias que conocía sobre la infancia de su padre.
– Mi padre no había cumplido los diez años cuando mi abuela falleció. En infinidad de ocasiones me ha contado cómo se conocieron sus padres. Antes de la guerra, mi abuela estaba sirviendo en una casa señorial de San Javier, muy cerca de la Base Aeronaval. En un baile celebrado en aquel palacete con ocasión de la festividad de la Virgen de Loreto se quedó encandilada de un joven oficial y empleó una artimaña para quedarse a solas con él en el cuarto de la plancha. A uno de los niños que repartían pastas y bebidas entre los invitados le ofreció veinte céntimos para que, fingiendo un accidente, derramase sobre el aviador el contenido de un vaso de agua. Corría el mes de diciembre y no era cuestión de que aquel militar cogiera un resfriado, así que inmediatamente se requirieron los servicios de mi abuela para eliminar la mancha de sus pantalones. Mientras los secaba con una plancha de carbón, él la observaba sentado con su guerrera sobre las piernas. Para contrarrestar aquella incomoda postura, el joven piloto alardeó de las piruetas que era capaz de realizar con su aeronave. Bastó un pícaro comentario de mi abuela, cargado de seducción, para que cayera rendido a los pies de la que poco más tarde se convertiría en su esposa. A mi padre le contaba que había sido un héroe, y cuando oían el sonido de un avión miraban hacia el cielo e imaginaba que uno como aquellos era el que pilotaba el valeroso comandante Ansuátegui. Idolatraba al padre que nunca conoció, y lo identificaba con Saint-Exupéry. Mi abuela llamaba cariñosamente a su hijo como su “Principito”, supongo que por el personaje del escritor y aviador francés. “El Principito”, “Vuelo nocturno” y “Piloto de guerra”, son tres relatos de aquel piloto que mi padre aún conserva en su escritorio como un tesoro de su infancia; de una infancia cuyos recuerdos giran alrededor de las historias de la escuadrilla de combate y adiestramiento de San Javier, y de los aviadores que mi abuela conoció en aquella época y que fueron compañeros de su marido.
Aunque “El Reño” todavía no tenía nada claro, la sospecha de que pudiera haber existido un posible robo de un recién nacido empezaba a tener cierta consistencia. Mientras escuchaba a Tomás, se detuvo a examinar la partida de nacimiento de Joaquín, en la que observó con extrañeza que solo figuraba el nombre de la madre.
– ¿Te has dado cuenta que tu padre está inscrito como hijo de madre soltera? ¿Qué no constan en el certificado de nacimiento los datos de tu abuelo?
– Sí, sí. En el Registro Civil nos explicaron que por una ley promulgada en plena guerra se declararon nulos los matrimonios civiles contraídos durante la contienda por los militares de la República, y como mi abuelo murió antes de finalizar ésta, mi abuela se vio obligada a inscribir a su hijo como madre soltera.
– Entonces ¿tu abuelo fue un aviador republicano?
– Sí, perteneció a “La Gloriosa”, que es como se conoció a la aviación de la República, y murió en un combate aéreo durante la ofensiva de Cataluña a principios de 1939.
Aquella respuesta derrumbó la hipótesis que hasta ese momento manejaba “El Reño” sobre la posibilidad de que Joaquín pudiera haber sido arrebatado a sus verdaderos padres por un militar franquista de alta graduación.
La fecha de nacimiento fue el siguiente punto de controversia. En la partida figuraba el día veintitrés de marzo de mil novecientos cuarenta, y según Tomás su padre decía haber nacido en el año mil novecientos treinta y nueve, y siempre había celebrado su cumpleaños el día veintitrés de septiembre. Aquella discrepancia de fechas le obligó a jubilarse seis meses más tarde de lo previsto.
– Lo que está claro – comentó Tomás – es que si mi abuelo murió en febrero de mil novecientos treinta y nueve, habiendo dejado poco antes embarazada a mi abuela, mi padre no pudo nacer al año siguiente.
– Sí, es lógico. Además en aquellas fechas hubo muchos problemas de inscripción en los Registros Civiles. Pero ¿habéis solicitado alguna partida de defunción de tu abuelo?
– Imposible. No hay constancia en ningún sitio. Ni siquiera sabemos donde reposan sus restos.
En aquel momento “El Reño” sabía que seguir la pista del comandante de aviación iba a convertirse en una tarea complicada, y por tanto debía iniciar una nueva línea de investigación basada en la madre de Joaquín, y de sus antecedentes familiares.

Mientras las calles se llenaban de pasos procesionales y del sonido de cornetas y tambores, “El Reño” se entretuvo durante la noche de Jueves Santo en rastrear por la red algún dato sobre Teresa López Meroño, la abuela de Tomás. Estaba convencido de que no encontraría nada, pero se equivocaba. En un enlace de una revista jurídica, en la que entre otras secciones había una dedicada a procedimientos sumarísimos del pasado, descubrió que se hacía mención a una mujer con aquel mismo nombre por ser condenada en 1939 como autora de un delito de injuria de palabra al ejército, por haber reprochado a un mando militar el comportamiento de un grupo de hombres bajo su mando. A parte de aquella breve reseña de un abogado retirado dedicado a la investigación de la historia judicial, no encontró nada más. A la mañana siguiente decidió tomar un café en “La Jijonenca” antes de que empezaran las procesiones. Le hubiera gustado encontrarse con Tomás para contrastar unos datos sobre su abuela. En su lugar, saludó a un grupo de tres conocidos ancianos que habitualmente se reunían para desayunar, y que le invitaron a sentarse junto a ellos. Un café con leche, una manzanilla y un café solo, eran las consumiciones que habían convertido desde hacía años en una especie de liturgia la reunión de aquellos octogenarios. Tras interrogarle sobre sus andanzas por Madrid, “El Reño” se aventuró a preguntarles por la abuela de Tomás.
– Era una mujer guapísima – afirmó el que parecía ser de más edad. – Murió muy joven, al principio de los años cincuenta, si mal no recuerdo. Su padre ni siquiera había salido de la cárcel.
– ¿El padre de Teresa estuvo en la cárcel? – se sorprendió el detective.
– Don Humberto era el veterinario del pueblo – intervino el que estaba tomando la infusión, mientras le añadía unas gotas de anís.
– ¿Y por eso estuvo en la cárcel?
– No – negó el tercero -, por ser el último alcalde de la República. Al acabar la guerra lo encarcelaron en la prisión provincial.
– Teresa era la hija mayor de las dos que tuvo don Humberto – concluyó el de la manzanilla.
La información que acababa de conseguir le abría mayores posibilidades de éxito, pues obtener datos sobre un alcalde sería posiblemente mucho más fácil en algunos archivos digitalizados, aunque ahora se encontraba con una cuarta línea de investigación que complicaba, todavía más, las pesquisas que estaba llevando a cabo. Concluyó que ya disponía de los sujetos relacionados con el caso: Joaquín López López, Arturo López Ansuátegui, Teresa López Meroño, y don Humberto, el último alcalde de la República. “El Reño” conocía que el bisabuelo de Esperanza había sido nombrado alcalde al finalizar la guerra, el primero de la dictadura, pero no tenía ni idea de que el anterior, don Humberto, fuera el bisabuelo de Tomás. El mundo estaba lleno de curiosas coincidencias – pensó.
– ¿Y qué tal fue aquel hombre? – preguntó “El Reño”, interesado por la trayectoria de don Humberto.
– Muy bueno – respondió el que saboreaba una magdalena bañada en su café con leche.
Los otros dos abuelos asintieron con la cabeza.
– Durante los tres años que duró la guerra ocultó en su casa al jefe local de la CEDA para que no fuera objeto de represalias por parte de los exaltados de izquierdas. Aunque no compartían ideas políticas, eran muy buenos amigos, pues uno era el veterinario y el otro el único médico del pueblo.
– ¿Y aún así lo metieron en la cárcel?
– La guerra es la guerra, y no se respetó a nadie que hubiera ejercido un cargo de representación pública, y menos a un alcalde de izquierdas.
– Luego, al finalizar la guerra se intercambiaron los papeles, el médico fue nombrado nuevo alcalde, y el veterinario …
– ¿Y no hizo nada para sacar a su amigo de la cárcel? – el detective no pudo evitar interrumpirle.
Los tres abuelos se encogieron de hombros, y “El Reño” presintió una rabia contenida en aquel gesto; una rabia de la que inevitablemente se contagió, aunque se tratara de unos hechos acaecidos hacía más de sesenta y cinco años.
– ¿Y qué fue de las hijas de don Humberto?
– Teresa, la mayor, como te hemos dicho murió a los diez u once años de acabar la guerra, y la pequeña, de la que no me acuerdo su nombre – contestó el mayor – marchó del pueblo al poco de morir su hermana junto a su madre, y nunca más se supo de ellas.
Tras unos segundos de silencio, el abuelo que estaba tomando café dio un manotazo encima de la mesa y exclamó:
– ¡La “bien pagá”! ¿Os acordáis? – preguntó a los otros dos. – Algunos la llamaban la “bien pagá” y otros la “veinte duros”.
– Sí, sí, es verdad. Pero creo recordar que así solo la apodaban algunos señoritos – comentó el más anciano.
– ¿Por qué? – preguntó “El Reño”
Los tres abuelos negaron al unísono con la cabeza, y la rabia de muchos años volvió a hacerse patente.

Durante las dos semanas siguientes estuvo indagando en diversos archivos militares, en busca de algún dato sobre el comandante López Ansuátegui. Nada, absolutamente nada. Ni rastro del héroe que surcó los cielos y que fue el ídolo de un niño entusiasmado con el valeroso pasado de su padre. Un amigo del archivo de Salamanca le corroboró que era casi imposible no encontrar el rastro de un militar de carrera en los archivos del ejército, llegándole a insinuar que posiblemente fuera producto de la invención interesada de alguna persona. Aquel comentario le hizo dudar hasta de que Teresa hubiera estado en San Javier, pero constató que por aquellas fechas, sobre todo durante los veranos, muchas personas adineradas se trasladaban a zonas de playa junto a sus sirvientes. Alicante, Águilas, San Javier, Los Alcázares, y otros muchos pueblos de la costa se convertían en segunda residencia de grandes terratenientes, médicos, abogados, y de otros profesionales que ejercían en pueblos de interior. Tecleando en el buscador el nombre de Humberto López al que añadió las palabras alcalde de la República, encontró la biografía de un funcionario de prisiones que confesaba las atrocidades cometidas en varias de las cárceles en las que había prestado sus servicios como vigilante durante los años de la posguerra. Confesiones de un vigilante arrepentido era el título de un libro duro, muy duro, en el que “El Reño” descubrió en uno de sus capítulos una evidente conexión con la investigación que estaba llevando a cabo, y que a la postre serviría para resolver aquel escabroso caso. Como le costaba mucho leer en el ordenador, decidió imprimir las casi doscientas páginas de aquel libro y aprovechar el fin de semana para ojearlo con más detenimiento en el pueblo, donde había quedado con un grupo de amigos.

Uno de los capítulos narraba la conversación entre un alcalde preso y su hija que había ido a visitarlo para transmitirle un grave problema familiar y pedirle consejo. Era obligatorio que un par de vigilantes estuvieran presentes en las conversaciones entre visitantes y presos, y aquella semana estaba de servicio el autor del libro, que detalladamente describía lo acontecido. La hija le comunicaba a su padre que su hermana pequeña estaba gravemente enferma y que no disponían de las cien pesetas que costaba el tratamiento médico que permitiría salvarle la vida. El padre le indicó que se dirigiera al nuevo alcalde para pedirle el dinero, pues éste tenía con él una deuda de gratitud y no dudaba de que hiciera frente al pago de las cien pesetas. Dos días más tarde volvió a aparecer la hija comunicándole que el alcalde se había negado a darle el dinero, indicándole que no podía socorrer a la hija de un desafecto al Régimen, y tras indicarle que su hermana estaba empeorando, el preso rompió a llorar. El otro vigilante, siendo consciente de la desesperación de aquella joven por conseguir el dinero preciso para salvar la vida de su hermana, le rogó que le acompañara hasta una sala contigua para ofrecerle una solución. Aquella misma tarde una hermosa mujer yacía en un catre de la sala de guardianes, sujeta de brazos y piernas por cuatro de ellos, mientras una fila de veinte hombres esperaba su turno, para que uno tras otro consumara una agresión sexual propia de un botín de guerra, previo pago de un duro que cada uno de ellos depositaba con desprecio en una escupidera, donde sin reparo alguno escupían después de haberse desahogado. Con ciertos signos de arrepentimiento, el autor de tan macabro relato describía que años después aún le seguía martilleando en su cabeza el tintineo de aquellas monedas al golpear en la escupidera metálica. Más adelante transcribía una carta de la víctima dirigida al director de la prisión, una carta que dejó helado al detective, provocándole un fuerte nudo en la garganta.
Señor Director de la Prisión Provincial de Murcia:
Sirva la presente para poner en su conocimiento que llevo en mi vientre un hijo fruto de la perversa violación colectiva de un grupo de “hombres” que prestan servicio bajo su mando. Quiero que sepa que podrán privarnos de la libertad, podrán despojarnos de nuestro patrimonio, violarnos, quitarnos la vida, hasta quitarnos los sueños, pero jamás lograrán quitarnos las ganas de soñar. El hijo que llevo en mis entrañas, lejos de suponer la deshonra de una mujer objeto del abuso de unos desalmados, es para mí el mayor orgullo que cualquier madre puede tener. Lucharé por él, por sacarlo adelante y por inculcarle unos valores que ustedes jamás entenderán. Lo educaré en la tolerancia, evitaré transmitirle el rencor que ustedes sienten hacía mi familia, porque esa será la mejor manera de tirarles el guante. No le quede la menor duda de que se convertirá en un verdadero príncipe. Dígale a sus esbirros que mientras se apoderaban de mi cuerpo, mi mente seguía siendo libre, pues siempre hay un rayo de luz que a la gente de mi condición le permite volar muy lejos. Y allí, en aquella lúgubre sala donde consumaron el más vil de los actos que puede realizar un hombre, había una ventana por la que entraba ese rayo de luz que me dio fuerzas para evadirme de aquella pesadilla, subiendo a una aeronave que durante unos instantes pasó ante mis ojos, y en la que embarqué para demostrarme a mí misma que soy más fuerte, tengo más sentimientos y más coraje que todos ustedes juntos. Estoy convencida de que no entenderá mis palabras, que se reirá de ellas y de que acabarán en la papelera, pero si le queda el más mínimo resquicio de ser humano, espero que las mismas las lleve clavadas en el corazón durante el resto de sus días.

Aquella carta estaba firmada por Teresa L. y fechada en el mes de junio de mil novecientos treinta y nueve. Era tan doloroso lo que acababa de descubrir que no sabía cómo contárselo a Tomás. ¿Cómo explicarle que su padre era fruto de una violación colectiva? Que no existía ningún comandante llamado Arturo López Ansuátegui. Que todo había sido una invención de su abuela para evitar el escarnio y la deshonra ¿Cómo dar una noticia tan dura? Pero no era sólo eso. ¿Cómo desvelar la traición del bisabuelo de Esperanza al abuelo de Tomás? Un acto que provocó la brutal violación de una mujer que aún no había cumplido los dieciocho años. Una traición entre amigos cuyos descendientes habían formado una familia muchos años después. No, no podía. Se convenció así mismo de que no tenía fuerzas ni palabras para ello, y que lo menos violento sería redactar un informe por escrito. Y así lo hizo. Durante horas estuvo cortando y pegando documentos en un fichero que avalaban sus conclusiones. Una nueva noche en vela para preparar un dossier que al día siguiente dejó en “La Jijonenca”. Desde la cafetería de La Roda, donde siempre tomaba un café, llamó por teléfono a Tomás y se excusó por haber tenido que regresar a Madrid apresuradamente a causa de un imprevisto, indicándole que había dejado en la heladería de la Corredera un informe detallado sobre el progenitor de su padre.

Joaquín se encontraba en su cama. Su nuera estaba recostada a su lado abrazándolo por los hombros. Tomás abrió el dossier que “El Reño” había redactado y con tono emocionado inició su lectura.
Según se desprende de la información obtenida del Archivo Histórico de Salamanca, del Archivo General Militar de Segovia y del Archivo Histórico de la Academia General del Aire de San Javier, don Arturo López Ansuátegui obtuvo el grado de comandante del Ejército del Aire en fecha 25 de agosto de 1936.
Por certificado del Aeródromo de Los Alcázares se acredita que disfrutó de un permiso para contraer matrimonio con la señorita Teresa López Meroño en fecha 15 de diciembre de 1938, aunque de dicho matrimonio no se ha podido obtener la correspondiente certificación del Registro Civil posiblemente por haber sido anulado como consecuencia de la Resolución del 5 de Noviembre de 1938, ley que dejaba sin validez los matrimonios contraídos durante la guerra por los militares de la República, motivo por el cual ambos figuraban como solteros.
Con respecto a la discrepancia en la fecha de nacimiento de Joaquín López López, hay que tener en cuenta que hubo muchos problemas de inscripción durante la guerra y los primeros años de la posguerra. Con toda seguridad nacería el 23 de septiembre de 1939, en una localidad distinta a la que fue inscrito seis meses después.
Según la hoja de servicios, el comandante don Arturo López Ansuátegui falleció el día 5 de febrero de 1939 en un ataque aéreo llevado a cabo sobre el aeródromo de Vilajuïga (Gerona), habiéndosele reconocido a título póstumo la medalla del mérito militar individual.

Aquel informe concluía con una post data en la que el detective añadía un par de apreciaciones personales:
Don Arturo López Ansuátegui, padre de Joaquín López López, fue un héroe que por su condición de republicano no obtuvo el reconocimiento que se merecía. Doña Teresa López Meroño, esposa del comandante López Ansuátegui, fue una heroína que luchó contra las adversidades de la época que le tocó vivir, y que supo sacar adelante y educar a un hijo que no pudo disfrutar del cariño de un padre que desgraciadamente falleció sin conocerlo.
Y a bolígrafo escribió unas palabras dirigidas a su amigo Tomás: Mis felicitaciones por haber tenido unos abuelos dignos de elogio, y mi admiración expresa a tu abuela que, sin lugar a dudas, tuvo que ser una gran mujer.

Fulgencio Caballero Martínez

(Las fotografías de este relato están realizadas por Fulgen, mi mujer)

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