Relato corto: EXTRASÍSTOLES


¿Podrían las multinacionales ser tan poderosas como para decidir sobre la salud de las personas? “El Reño” cree encontrar la punta de un iceberg que respondería a esa pregunta en este relato de ficción. ¿Ficción?

“El mundo no está en peligro por las malas personas sino por aquellas que permiten la maldad” Albert Einstein
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A mi amigo Alonso Salinas

EXTRASÍSTOLES

Siempre estaba enfermo, y todos le recomendaban que consultara con el médico el motivo de sus constantes gastroenteritis. Aquella noche no iba a ser menos. Como todos los principios de año, se había reunido con los amigos para cenar en el bar del “Matavinos”. Algunos seguían residiendo en el pueblo, como Antonio y Alonso que trabajaban en el instituto, y otros se habían establecido en Valencia y Madrid, donde desarrollaban profesiones liberales, como Lola y Quina que trabajaban en sendos hospitales de cada una de aquellas ciudades, o Paco, al que todos conocían como “El Reño”, y que regentaba una agencia de detectives privados en el barrio de Chueca, o él mismo que se había trasladado a vivir al pueblo de sus abuelos maternos en la provincia de Jaén. De nuevo se excusó por no poder compartir con ellos el suculento menú de año nuevo que habían concertado para la ocasión, pues el maldito virus de la diarrea se había vuelto a instalar en sus intestinos. A pesar de no probar bocado, Gabriel participó con júbilo en las conversaciones que fueron surgiendo a lo largo de la noche. La crisis, la corrupción, el ébola y sus experiencias durante el pasado año fueron temas recurrentes durante toda la cena. Precisamente los comentarios sobre el interesante negocio emprendido por Gabriel acapararon la atención de todos. Desde que hacía más de un año lo despidieran de la empresa farmacéutica donde trabajó durante una década, se había dedicado en cuerpo y alma a la constitución de una empresa dedicada a la fabricación y comercialización de aceite de oliva virgen extra. El mejor aceite del mundo – comentaba con orgullo. Tal era el entusiasmo que sentía por el aceite que con tanto esmero estaba empezando a producir, que aprovechaba cualquier reunión con los amigos para regalarle a cada uno de ellos un litro de tan preciado manjar. En aquella cena le ofreció al dueño del bar un par de botellas para que lo probara y para aliñar las ensaladas del menú. “Flor de oro” era el nombre comercial con el que había decidido salir al mercado. Con el dinero percibido como indemnización por despido adquirió una almazara en el pueblo de Jaén donde vivían sus abuelos, y la dotó de maquinaria más moderna para producir con mayor calidad, y reducir los tiempos de fabricación. Gracias a varios cursos realizados en la Escuela Europea de Cata de Aceite y Oleicultura había conseguido los títulos de Maestro de Almazara y de Sumiller de aceite de oliva. En la Cámara de Comercio de Jaén había asistido a otro relacionado con el Comercio Exterior, con el que afortunadamente consiguió un contacto en la oficina del Consejero Económico-Comercial de la Embajada de España en Pekín.
– No os podéis ni imaginar el volumen de negocio que me ha propuesto nuestra embajada. China me ofrece un potencial mercado de más de mil millones de consumidores, por lo que en principio he decidido centrarme exclusivamente en vender allí toda mi producción, y si puedo toda la que consiga adquirir de varias cooperativas con las que estoy negociando para la próxima campaña. El mercado en la Unión Europea está sobradamente abastecido con el aceite de España, Italia y Grecia.
Todos se quedaron asombrados por las perspectivas de negocio de Gabriel.
– Es cuestión de probar – afirmó Lola. – De cobardes no hay nada escrito.
– Eso es lo que me dice mi hijo refiriéndose a su nuevo trabajo – comentó Quina – y me tiene muy asustada.
– ¿Ha encontrado trabajo? – preguntó Alonso.
– Bueno, si se le puede llamar trabajo a probar medicamentos en un laboratorio.
Quina estuvo explicando las labores de su hijo como participante en ensayos clínicos. En la facultad de medicina le habían ofrecido participar en el proceso de investigación de un laboratorio para comprobar los posibles efectos secundarios de un medicamento que pretendían sacar al mercado después de haberlo probado con animales.
– Pero ¿le pagarán bien? – se interesó Lola.
– Ni por todo el oro del mundo me ofrecería yo para semejante trabajo – afirmó Alonso – Nada más pensarlo me produce extrasístoles.
– ¿Tienes extrasístoles? – le preguntó Quina.
– Sí, desde hace unos meses.
– ¡Ostias, yo también! – exclamó Antonio.
– Y yo – afirmaron al unísono Quina y Lola.
– ¿Qué las puede producir? A mí me ha dicho el médico que se desconoce su origen – continuó Alonso.
– Cierto. Uno de los cardiólogos del hospital donde trabajo – explicó Quina – me ha comentado que existen varios tipos de extrasístoles y que cada tipo puede producirse por distintas alteraciones de los iones de potasio, de sodio, de magnesio o de calcio.
– Pues en el laboratorio del mío – prosiguió Lola – tienen indicios de que existen ciertas sustancias que pueden provocar la modificación de la cadencia del latido que da origen a las extrasístoles y que pueden llegar a producir graves daños en el corazón.
– ¿Cómo cuáles? – se interesó Alonso.
– Hay un detergente que se encuentra en la gran mayoría de champús y de jabones, y hasta en la pasta de dientes, que se usa como un aditivo que consigue una mezcla estable del aceite con el agua. Tiene un nombre raro. Se llama sodium lauryl sulfate y provoca el desprendimiento de la capa del aceite natural de la piel, por lo que es fácilmente absorbido, llega al torrente sanguíneo y se acumula en el corazón.
Todos se quedaron sorprendidos ante semejante revelación.
– ¿Y a vosotros que os ha mandado el médico? – preguntó Antonio.
– A mí me ha dicho que tener extrasístoles es como “tener un tío en Graná”, y que no deben tratarse, aunque me recetó unas pastillas que se llaman Pardilox para las ocasiones en que las palpitaciones sean molestas o para cuando tenga una sensación de vacío en el pecho – contestó Alonso.
– A mí también me han recetado lo mismo – afirmó “El Reño” –. Dicen que es un medicamento nuevo que lleva muy poco tiempo en las farmacias.
– Y a mí, aunque me han aconsejado que evite tomarlo – comentó Lola.
Con aquella conversación llegaron al café y a la tan odiada despedida. La compañía de los amigos de la infancia siempre era gratificante, por lo que siempre tenían alguna excusa para planificar una nueva reunión. Y así lo hicieron. La próxima para Semana Santa.

Había sido tan copiosa la cena que “El Reño” no podía conciliar el sueño, así que, a pesar de que eran ya las dos de la madrugada y del frío que reinaba en la calle, decidió como en otras ocasiones volver a vestirse y salir a dar una vuelta. Le encantaban esos paseos nocturnos en soledad. Le permitían relajarse y ordenar ideas. Las puertas de los locales de copas estaban muy concurridas, y todavía se respiraba en el aire un ambiente festivo. Pensaba sobre las conversaciones de la cena. Recordaba la valentía de Gabriel para asumir el riesgo de invertir todo lo que tenía en abrir un mercado de aceite de oliva en un país tan complejo como era China, y la del hijo de Quina para ofrecerse como cobaya humana, sometiéndose a infinidad de pruebas médicas para conseguir un dinero que seguramente “no sería para tirar cohetes”. Enfrascado en aquellos pensamientos, se sorprendió al comprobar que en la churrería de la plaza estaba Gabriel haciendo cola. En un principio pensó acercarse hasta él para saludarle, pero no tenía más ganas de conversación, y se detuvo en la penumbra de la esquina a la espera de verlo marchar para continuar con su particular ronda. Pensó que los churros serían para llevárselos a alguien, pues recordó que no había cenado por los problemas de digestión que decía arrastrar desde hacía varios meses. Su sorpresa fue mayúscula cuando comprobó cómo se alejaba de la churrería comiéndose unas porras con chocolate. Le resultó extraño. Comer churros con chocolate no era precisamente lo más adecuado para una gastroenteritis. Desde que lo conocía siempre lo había considerado un hombre extraño, por lo que en aquel momento no le dio mucha importancia, y siguió meditando sobre las extrasístoles que venían sufriendo varios de sus amigos y él mismo desde el verano pasado. ¡Qué casualidad! Todos reconocieron que hasta la cena del mes de agosto no habían sufrido ningún síntoma relacionado con el corazón. Sin embargo, cinco tuvieron que visitar al cardiólogo durante el último semestre. El interés por aprender algo más sobre los factores y sustancias que podrían provocar las extrasístoles le llevó a estar estudiando en Internet varias páginas científicas sobre el tema hasta el amanecer. Poco sacó en claro, pues no descubrió nada distinto a lo que habían comentado durante la cena. Una única referencia al sodium lauryl sulfate en un artículo que criticaba duramente a las farmacéuticas fue la que más acaparó su atención

Dos días más tarde, repasando un expediente sobre el secuestro de un niño por su propio padre, que había conseguido traspasar la frontera con el pequeño, dejando a su madre al borde de la locura, volvió a sufrir una de aquellas contracciones ventriculares que durante unos segundos le hacía perder la serenidad ¿Qué podía haberla provocado? ¿El estrés? Lo dudaba, pues no tenía una carga de trabajo que pudiera generarle ansiedad. A pesar de que sabía que no era aconsejable medicarse, decidió sacar del cajón de su mesa de despacho una caja de Pardilox que el cardiólogo le había recetado. Antes de ingerir una de aquellas pastillas, leyó el prospecto con detenimiento. No encontró nada raro, ni siquiera las contraindicaciones ni los efectos secundarios. Lo único que le llamó la atención fue el nombre del laboratorio farmacéutico que las había fabricado. Trextin and Company era el nombre de una empresa estadounidense que creía conocer por algún motivo que en esos momentos no lograba recordar. Cogió el teléfono para hacer una llamada.
– Sí, dígame.
– Hola Quina, soy Paco. ¿Qué tal? ¿Cómo estás?
– Hola Paco. Bien. Habituándome al trabajo después de las vacaciones de Navidad.
– Y las extrasístoles ¿cómo las llevas?
– Fatal. Llevo un par de días que me tienen loca. He llegado incluso a consultar al compañero del departamento de psicología.
– Así estoy yo. Esta mañana las tengo también revolucionadas, pero te llamo para ver si me puedes echar una mano.
– Dime.
– ¿Te suena la farmacéutica Trextin and Company?
– Claro, es uno de los laboratorios más importantes de Estados Unidos. Creo que tiene su sede en Chicago.
– Ya. Pero he oído el nombre de esa empresa en varias ocasiones, y no recuerdo dónde.
– Es la multinacional para la que trabajaba Gabriel.
“El Reño” se quedó pensativo al escuchar la contestación de su amiga.
– Gracias Quina, me has sido de gran ayuda. Luego te llamo y te explico.

Si las hipótesis que tenía “El Reño” llegaban a adquirir cierta solidez, se encontraba ante un asunto de gran trascendencia. Buscó en Internet datos sobre la farmacéutica, comprobando que estaba especializada en la fabricación de medicamentos cardiovasculares. Tras muchos años de investigación, en la que invirtió una gran fortuna, había logrado encontrar un medicamento estrella: el Pardilox. Pero “El Reño” buscaba algo más, por lo que siguió navegando a través de Google en busca de información que pudiera salirse del ámbito farmacéutico hasta que encontró un enlace en el que aparecía aquella multinacional como copropietaria de Lait Valley, una industria lechera de Francia. Ese dato le hizo preguntarse cuáles serían los intereses de una farmacéutica norteamericana en un empresa láctea francesa. A través de la página del registro mercantil solicitó información sobre si Textrin and Company tenía alguna vinculación con empresas establecidas en España. En un mensaje le indicaron que la información podía tardar unas dos horas en recibirla. Como no tenía muchas ganas de trabajar, decidió darse un paseo hasta la Plaza de Chueca. Junto a la boca del metro había un puesto de churros, y el frío invitaba a comerse un par de ellos con una taza calentita de chocolate. No tardó en recordar a Gabriel zampándose una taza como aquella a pesar de su gastroenteritis. Evidentemente no tendría mucha diarrea, pues el único efecto que le podría generar el chocolate caliente era el de un buen laxante. Sin embargo no había probado bocado alguno durante la cena. ¿Por qué? – se preguntó el detective. ¿Se le pasaría el mal de estómago después de salir del bar? ¿O fingió estar enfermo por algún motivo? Esta última pregunta puso en guardia al investigador privado mientras esperaba su turno para recoger su ración de porras y observaba como el churrero rellenaba la sartén con el aceite de un bidón de plástico. Entonces le asaltó una idea que le llenó de inquietud y que le hizo abandonar el deseo de los churros, para introducirse en el metro y desplazarse hasta su casa.

“Flor de oro” era el nombre del aceite virgen extra que figuraba en la etiqueta de la botella de Gabriel, así como en la que le regaló el pasado verano. La miró con detenimiento ¿Cómo había podido Gabriel constituir una empresa de aquella magnitud con el importe de una indemnización por despido? ¿De dónde había conseguido el dinero necesario para comprar una almazara y dotarla de nueva tecnología? “El Reño” creyó recordar que no había precisado financiación alguna para semejante inversión. Con una de aquellas botellas en la mano llamó a su despacho. Mientras sonaba el politono se entretuvo en leer los datos fiscales de la empresa de su amigo. El nombre de la mercantil La flor de oro, Sociedad Limitada, con domicilio fiscal en Alcalá la Real figuraba en un lateral de la etiqueta junto al C.I.F. de la misma.
– Agencia de detectives Hidalgo y Cervantes, dígame.
– Matilde, soy Paco. Por favor, comprueba si ha llegado un correo del Registro Mercantil.
– Sí, jefe. Ha llegado.
– ¿Y qué dice?
– Qué no existe información sobre la empresa solicitada.
Qué contrariedad – pensó el detective, aunque conocía que en muchas ocasiones las empresas constituían mercantiles con testaferros. Para ganar tiempo llamó a un conocido del Registro Mercantil Central, quien en menos de media hora le confirmó que la empresa francesa Lait Valley era socia de la mercantil La flor de oro, S.L.
– ¿Pero las empresas francesas pueden formar parte de una española?
– Sin ningún problema. Cualquier empresa de un país de la Unión Europea puede hacerlo.
“El Reño” empezaba a entender de dónde habían salido los fondos para que Gabriel pudiera realizar una inversión tan importante en Jaén, y las sospechas que hasta ese momento había estado barajando adquirían consistencia provocándole cierto dolor de cabeza y varias extrasístoles. Pensó tomarse un analgésico pero desistió. Miró el reloj de la cocina. Aún faltaba más de una hora para las dos de la tarde. Con las dos botellas de aceite en el interior de una bolsa volvió a coger el metro. Esta vez con dirección al Hospital donde trabajaba Quina.
-¿Qué haces por aquí? – se sorprendió. – Hace menos de tres horas que hemos hablado por teléfono y no me has dicho que ibas a venir.
-¿Conoces a alguien en el laboratorio que nos pueda hacer un análisis exhaustivo de esto? – le preguntó mientras extraía una de las botellas de aceite de la bolsa.
-Sí, claro. Pero me estás asustando. ¿Qué pasa?
Mientras un compañero de Quina analizaba unas muestras de “Flor de oro”, el detective retomó la conversación que días atrás habían mantenido sobre los estudiantes que se ofrecían voluntarios como conejillos de indias en laboratorios farmacéuticos.
– Creo que nosotros somos conejillos involuntarios de uno de esos experimentos.
– ¿Qué dices?
– La farmacéutica Textrin and Company está intentando abrirse mercado en China, y si no me equivoco está maquinando una fórmula magistral que la haga multimillonaria.
Aunque no sabía adónde quería llegar “El Reño”, el pánico estaba empezando a apoderarse de Quina cuando el analista apareció con los resultados de los análisis del estupendo aceite de oliva virgen extra de Gabriel.
– Lo único extraño que he encontrado ha sido una pequeña dosis de sodium lauryl sulfate, que no entiendo que narices hace en un aceite de oliva.
Quina, estupefacta, se llevó las manos a la boca, pues sabía perfectamente los efectos de aquel componente químico en el corazón.
– Y no es precisamente el aceite de oliva virgen extra – sentenció “El Reño” – lo que va hacer multimillonaria a la multinacional Trextin and Company.

Fulgencio Caballero Martínez