Día del libro. Torre-Pacheco.


El pasado 22 de abril se entregaron los premios del XIX Concurso de Narraciones Cortas Villa de Torre-Pacheco y del I Concurso de Microrrelatos de la Biblioteca Pública Municipal de Torre-Pacheco. Tras la entrega de premios Fulgencio Caballero ofreció una conferencia titulada “Historias que contar”.
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HISTORIAS QUE CONTAR

No es necesario ser un experto en lingüística para iniciarse en el maravilloso mundo de redactar historias. Charles Dickens trabajó durante su infancia, en condiciones de casi esclavitud, en una fábrica de betún para zapatos y no tuvo una enseñanza como la que podemos disfrutar en la actualidad. Sin embargo, gracias a sus ansias de aprender y a que era un lector voraz, consiguió convertirse en un gran novelista y que su fama traspasara fronteras. Fue, por tanto, un autodidacta: una persona que aprendió a contar historias por sí misma. Es suya la frase que dice que “El hombre nunca sabe de lo que es capaz hasta que lo intenta”. Otra conocida cita, de otro autor, afirma que “La vida es una sucesión de historias. Mientras unos las cuentan y otros las escuchan, hay algunos que tienen la asombrosa capacidad de escribirlas”. Hace un instante se acaban de entregar los premios del concurso de narraciones cortas Villa de Torre Pacheco de este año y del primer concurso de microrrelatos, al que han concurrido más de quinientos contadores de historias. Eva, Iñaki y José Manuel han tenido esa asombrosa capacidad que ha permitido que sus relatos hayan sido seleccionados como los ganadores. El secreto radica, no sólo en crear una historia, sino en saber transmitir, a través de la misma, emociones que generen en el lector diversos sentimientos, independientemente de su argumento.

El dudoso comportamiento de un sacerdote, las dudas y miedos existenciales de un acróbata de circo o la resolución del misterio que permite desvelar como ha llegado hasta nuestros días la tradición oral del Siglo de Oro de nuestras letras, son historias que captan la atención y el interés del lector, porque sus autores han sabido contarlas con la habilidad necesaria para que resulten interesantes. No es solo lo qué cuentan, sino cómo lo cuentan. Existe una leyenda popular que es muy ilustrativa al respecto:

“Un hombre ciego pedía limosna en una transitada calle de la ciudad. A su paso muchos lo observaban pasando de largo mientras leían un cartón escrito con rotulador negro en el que ponía: Soy ciego, por favor ayúdeme.
Pasadas unas horas y con unas pocas monedas en la lata, una joven vestida de ejecutiva se paró delante de él, agachándose cogió su cartel y escribió unas palabras en la parte trasera del mismo. A continuación lo colocó en su lugar y se alejó.
De repente la lata empezó a sonar con insistencia, las monedas impactaban en el metal produciendo una hermosa melodía. El viejo invidente sonreía sorprendido…
Al caer la tarde el ciego volvió a oír los mismos pasos que unas horas antes se habían parado a escribir. La joven se detuvo de nuevo, sonriendo satisfecha mientras observaba el recipiente repleto de monedas e incluso algún billete.
– ¿Qué le hizo a mi letrero? – preguntó el viejo
– Nada – contestó la joven – escribí lo mismo pero con otras palabras.
En el cartel figuraba el siguiente mensaje: Es un hermoso día, yo no lo podré ver.”

Decir lo mismo con otras palabras puede provocar en el lector un cambio de actitud con respecto al texto que está leyendo y ese es, para mí, el secreto para contar una historia que atraiga la atención de quien la lee.

Al igual que Dickens, yo también quise contar historias desde mi infancia. Afortunadamente, la ciudad de Barcelona, donde nací y viví los primeros veinte años de mi vida, no tenía nada que ver con la vida miserable de la sociedad victoriana del Londres de comienzos del siglo XIX. Sin embargo, vivía en una zona que durante mi infancia no me permitió tener amigos. Así que tuve que buscar en los libros el entretenimiento necesario que necesita un niño. Yo era hijo del portero del edificio. En aquella época aún existían traperos que compraban papel al peso, así que mi padre, todas las noches seleccionaba los periódicos, revistas, cómics y libros que tiraban en el bloque para almacenarlos en el cuarto de los ascensores y luego vendérselos al trapero. Luego yo revisaba aquellos paquetes que mi padre ataba con una cuerda y sacaba los cómics, revistas y libros que después devoraba en un cuarto que era mi santuario. Debajo de la rampa del garaje había un pequeño habitáculo donde mi madre tenía la lavadora y donde yo almacenaba montones y montones de aquellos preciados tesoros. Cuando venía del colegio me introducía en aquel cuarto a leer y con ello trasladarme a infinidad de mundos lejanos y desconocidos. Entonces yo soñaba con ser escritor para poder contar historias que no eran sino el producto de la imaginación de un niño. A mediados de la década de los ochenta me trasladé a vivir a Murcia, donde descubrí un baúl lleno de nuevas e interesantes historias, esta vez reales, que me estaban esperando para volver a suscitar en mí aquel viejo deseo de ser escritor. Ese baúl no era otro que la memoria de mis mayores. Y zambullirme en ese baúl fue el punto de partida para decidirme a contar historias.

Como anteriormente han comentado, soy asesor fiscal de profesión. Al tener el despacho lejos de la capital, me veo obligado a desplazarme habitualmente hasta Murcia para resolver expedientes en las distintas administraciones. Durante unos años tuve un peculiar compañero de viaje que me amenizaba los trayectos contándome historias de su larga vida; historias que por repetitivas no dejaban de ser interesantes. Se trataba de mi abuelo. A él le encantaba contarme sus experiencias vividas durante la guerra y la posguerra, y yo disfrutaba escuchándolo. Descubrí que mi abuelo era, al igual que todos nuestros mayores, algo muy sencillo y a la vez muy sublime: un POZO DE SABIDURÍA. Durante años pensé que aquellas vivencias que me contaba y los valores que cultivó durante toda una vida, no debían quedar en el olvido.

Los problemas del trabajo me provocaron dificultad para conciliar el sueño y durante un tiempo las noches se convirtieron en un suplicio. Un médico me aconsejó que intentara emplear las horas de insomnio en realizar algo que me gustara. Entonces saltó la chispa: ¿Por qué no escribir un libro con las historias que me contaba mi abuelo? Un día se lo planteé y acordamos que las tardes que pudiera me reuniría con en él en la residencia de ancianos donde se encontraba para tomar nota de lo que me contara. En aquellas fechas iba en silla de ruedas, así que cuando nos reuníamos cogía la silla y lo subía a su habitación. En la intimidad me iba relatando las batallitas que yo ya había escuchado en infinidad de ocasiones y las anotaba en una libreta para luego, por las noches, contrastar la información con diversas fuentes. Nunca pensé que se pudiera disfrutar tanto realizando un trabajo de investigación y contrastándolo con mi abuelo. Aquel fue el germen de lo que a la postre sería mi primera novela, mi primera gran historia; una historia de mi abuelo. Pero un día, éste me dejó sin avisarme y sin haber terminado el trabajo que llevábamos a medias. Entonces tuve que utilizar uno de los principios que él pregonaba: seguir siempre adelante. Como el baúl estaba lleno de relatos y de contadores de historias, no tardé en encontrar un par de abuelos que pudieron completar con sus vivencias los pequeños huecos que mi abuelo dejó sin rellenar. A partir de entonces, el baúl está abierto y son infinitas las historias que poder relatar. Cualquier persona mayor es portadora de un pasado lleno de interesantes historias que merecen la pena dejar constancia escrita de ellas.

El viernes pasado, mi mujer y yo tuvimos el placer de entrevistarnos con Joan Frigolé, un antropólogo de la Universidad de Barcelona, que nos invitó a cenar en su casa. Durante la cena nos contó que a principios de la década de los años setenta, vivió durante siete meses en uno de los barrios más humildes de mi pueblo, Calasparra, donde compartió con los vecinos las alegrías y las penas del día a día. Un tiempo suficiente para realizar un estudio sociológico sobre los comportamientos de la clase obrera del campo de la época. Y aunque han transcurrido más de cuarenta años, todavía recuerda a muchas de las personas que conoció y dispone de material suficiente para hablar durante horas y horas de curiosas experiencias. Este encantador profesor ratificó mi idea de que las grandes historias están encerradas en los personajes anónimos.

En los tiempos que corren, donde las prisas se han apoderado de nuestra sociedad, los amantes de la literatura, además de fomentar la lectura, debemos reivindicar la pasión por el libro y tenemos que aprovechar este tipo de eventos para seguir invitando y alentando a los contadores de historias para que perseveren en su pasión por contarlas inspirándose en cualquier acontecimiento o persona que crean conveniente. Para que, al igual que Charles Dickens, lleguen a manejar con maestría el género narrativo. Yo seguiré considerando a nuestros mayores como una gran fuente de información, y con todo el respeto que se merecen los utilizaré como lo que son: un pozo de sabiduría repleto de historias que contar.

Muchas gracias.

Fulgencio Caballero Martínez